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En esta época del año percibo tristeza. La nieve se endurece al poco tiempo de caer y queda gris de suciedad. Manejo con veinte grados bajo cero. La calefacción al máximo apenas ayuda, el frío se cuela por abajo.

            De diciembre a marzo son meses duros. Todo gris, encapotado. Como si el cielo nunca hubiera sido celeste. No se distinguen nubes, no hay tormentas eléctricas, casi no llueve. El único verde es el de algunos pinos, pero deslucido por el clima. Los aromas casi no existen.

            Los edificios son paralelepípedos perfectos, con nieve alrededor. El viento la levanta y golpea contra los costados. A pesar de ser feo y triste no tiene esa fealdad atroz de ciertos lugares de Buenos Aires como La Boca o Dock Sud que de tan deslucidos ya son bellos. Los de acá son lugares áridos, hostiles; es difícil acercarse emocionalmente a ellos. No guardan secretos. La mayoría de las construcciones tienen lugar para estacionamiento a su alrededor. Todo encaja como un perfecto rompecabezas sencillo. Muy distinto de Buenos Aires, en donde las propiedades tienen medianera y cuando uno entra no se sabe su largo ni cómo se desparrama, algo que da una sensación de desconocimiento, de dejarse llevar. Aquí no hay lugar para la imaginación. Uno intuye qué tamaño tiene la cocina de un restaurant porque puede percibir hasta donde llega el edificio.

            Esta fealdad norteña es más evidente cerca de Navidad. Ya empezó el frío, la gente está apurada, hablan poco unos con otros. Van cargando paquetes, abrigos, gorros, bufandas y mitones. Están nerviosos, gastan plata, hay que preparar todo, hay que comprar regalos. Es importante embalarlos bien, ponerles una dedicatoria, mandarles tarjetas a todos los conocidos. Hay muchas fiestas, del trabajo por lo general; unos cuantos se emborrachan, especialmente los tímidos; esas reuniones en las que se oyen y dicen lugares comunes.

            Poco antes de año nuevo, entré a un Seven Eleven, abierto las veinticuatro horas. Un lugar para sacarlo a uno de apuros, como ese día, que tenía antojado comer salchichas y el supermercado ya había cerrado. Al salir vi en la puerta un cartel que decía:

                                              Horario de trabajo durante los feriados

                                   24 de diciembre                                24 horas

                                   25 de diciembre                                24 horas

                                   31 de diciembre                                24 horas

                                   1 de enero                                         24 horas

            Estos son unos de los pocos días que un país con una moral de trabajo tan fuerte se permite descansar sin demasiado cargo de culpa. Y el Seven Eleven iba a estar abierto. Me acongojé de tristeza ajena, de esas congojas que albergo a menudo. Me puse a pensar quién iba a estar ahí el 31 de diciembre. En todo el negocio hay una persona. Celebrando el año nuevo solo. Me sentí triste. Volví caminando a casa.

            Mientras cocinaba decidí ir ese día, entrar ahí cerca de medianoche. Primero dudaba si era por solidaridad o por curiosidad. Cuando terminaba de comer ya sabía que era más por curiosidad que otra cosa. Para ver quién está el 31 solo, celebrando la medianoche en un negocio tan estéril.

            Después de todo, ¿qué podía hacer yo? Acostarme con Julia. No me tentaba. Reunirme con algunos supuestos amigos. Tampoco.

            Esa mañana dormí hasta las once, ordené algunos papeles en el escritorio. Salí a caminar, volví, leí, dormí una siesta. A las nueve estaba impaciente. Me llamaron mis padres, no me importó demasiado. Quedaba a unos quince minutos de caminata. Prendí el televisor pero daban programas tan estereotipados que lo apagué.

            A las once y treinta y cuatro salí de casa.

            Yo pedí eso. Si igual estoy solo y en mi religión no se celebra esta fiesta. Lo más importante es que no pagan sueldo y medio como cualquier noche, sino doble. Pero hay otra razón.

            Camino despacio, tengo tiempo. Es una caminata larga pero llego bien. Hay dos clientes. Jeremy termina de atenderlos. Cierra la caja. Cuento el cambio. Arreglo las tazas. Limpio alrededor del café aunque igual está pasable. Ordeno atrás del mostrador. Jeremy se va. Quedo solo. Tengo una sensación curiosa. Este año va a pasar igual que el año anterior y el previo y uno antes de ese.

            No hay clientes. A las doce menos diez se abre la puerta. Es él. Parece inmigrante, solo, estudiante. Viene a ver cómo paso yo su año nuevo.

Copyright David Mibashan.

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