Marcelo

Marcelo

I

            No debería haber ido a esa reunión. Cuatro policías de civil me enfrentaban y lo primero que pensé fue en esa reunión.

-¡Pararse!

            Debe ser para ir al baño. Camino en fila, con mis manos en el hombro derecho del de adelante. Sé que también es un detenido, siento la arpillera.

-¡Alto!

            Ayer me detuvieron. En mis fantasías la detención sería como las de película. En la realidad fue tan sencilla, tan rutinaria para ellos. Vinieron a la oficina. Yo había vuelto de hacer trámites unos minutos antes.

-¿El señor Barnet?

-¿Sí? -con tono de pregunta.

-Vení con nosotros y no armés barullo.

            Me apuntaron con una pistola, me esposaron las manos en la espalda y me llevaron hacia el ascensor. Mis compañeros se quedaron duros, tenían miedo, hacían como que no miraban.

-A vos, vamos, rapidito -escucho una voz mientras me agarran del brazo.

            El baño es un agujero pero es el único lugar donde puedo estar solo. Al salir me hacen parar en fila con los ojos vendados. Cuando el último sale nos indican caminar hasta nuestros lugares. Una colchoneta de gimnasia que tendrá dos centímetros de altura en el medio de un salón grande. Por el frío que entra y por la luz que se cuela por arriba me imagino que es un hangar.

            ¿Cuántos somos? ¿Qué saben de mí? ¿Quién me estará mirando ahora? Debe haber sido esa reunión por Paternal. Si yo más que eso no hice. Puta que hace frío ahora. ¿Y qué les digo? “Fui a una sola reunión, nunca milité”. No me lo van a creer. ¿Miento? ¿que no fui a nada? ¿Y si ya lo saben y me desconfían todo el resto?

            Tengo ganas de fumar un pucho. De sentarme en una plaza y fumar, escuchando los gritos de los chicos jugando en el fondo.

            ¿Qué me harán? ¡Qué boludo que soy! Tengo miedo pero me gustaría ser un héroe. ¡Qué tonto que sos, Marcelo!, ¿querés que te fajen? Suena heroico, ¿no? Sí, y cuando salga, herido en el hombro izquierdo nada más, como en las películas, una piba linda me va a llevar a una playa y me va a cuidar. Cuando salga.

            Debía ser de noche, porque nos gritaron una orden de acostarnos. Hace frío. Se escucha ruido de tortura. Gritos, carcajadas, ahogos.

            Me siento como cuando me iba a dormir con hambre y me convencía de que no lo tenía. Voy a hacer lo mismo. No estoy detenido. No estoy detenido.

            No funciona. Basta, quiero dormir, necesito descansar, quiero escaparme de esto, ¡BASTA!

II

            La reunión era un sábado a las tres por Nazca y Juan B. Justo. Marcelo había llegado a la zona diez minutos antes.

            Tocó el portero eléctrico a las tres en punto.

-¿Quién es? -se oyó una voz de mujer.

-¿La reunión de deportes es acá?

-Pasá -y se oyó el zumbido del mecanismo de la puerta.

            Se bajó en el sexto piso y tocó el timbre del departamento C. La puerta se abrió. El primero en hablar fue Cacho

-Es una vergüenza que todas las facultades tengan ingreso irrestricto salvo Ingeniería. Es una maniobra del decano para decidir quién entra y quién no.

-Compañeros -se paró Azucena y habló-. El objetivo de esta medida, que sin duda será seguida con la suspensión de las clases vespertinas, es la eliminación de la clase obrera de la facultad. Es un golpe elitista.

            Marcelo escuchaba. Varias veces se había preguntado por qué no asistía a una reunión y trataba de hacer algo. La situación en la facultad empeoraba. El curso de ingreso era totalmente irrelevante a lo que luego aprenderían si entraban. Cuatro materias tangencialmente relacionadas a la ingeniería dictadas en un nivel bajo. Por primera vez en su vida había decidido ir a una reunión política. La premisa era una charla abierta, sin líneas partidarias.

            Mario propuso redactar un petitorio para hacer firmar a los estudiantes de la facultad.

-“Nosotros, los estudiantes de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires” -empezó a leer lo que acababa de escribir mientras Cacho lo interrumpía.

-¡No! Esa fórmula es exclusivista. Tenemos que abarcar a toda la población con, por ejemplo, “Compañeros, en la facultad…”

            Cacho fue interrumpido por Azucena.

-¡Pero no!, lo principal es el problema: “El curso de ingreso de la facultad de ingeniería de la Universidad de Buenos Aires permite a las autoridades regular…”

-Azucena, eso es muy inocente. No es que les permite regular. Esa es la idea matriz -cortó su discurso Manuel-. Hay que decir las cosas sin miedos y sin vueltas: “Hoy más que nunca debemos oponernos a los tiránicos métodos de control y racismo implementados por una cúpula maniqueísta.”

            A las siete de la tarde todavía no habían logrado redactar el documento, ni siquiera diez renglones. Las peleas por el estilo no dejaron lugar a una discusión del problema, de las posibilidades, del futuro.

            Marcelo estaba frustrado. Toda una tarde tirada. Sentía que la mayoría eran vanidosos y querían figurar. Se sintió menos culpable por no haber participado en política hasta ese momento. Tal vez una especie de consuelo barato para él, pero en el pasado había estado incómodo de no hacer nada y de ver a tantos otros que sí hacían. Supuso que sí habría gente seria. Pero no era lo que había encontrado ese día.

            La reunión le daba una sorpresa más. Al instante de darse por terminada, la mayoría de los presentes corrió hacia el teléfono. Como una especie de Jekyll y Hyde, la etapa de la política había terminado. Era sábado a la noche y había que hacer planes. Escuchó invitaciones por teléfono para jugar al bowling en Martínez, ir a bailar o ir a comer a The Embers. Varios participantes que no lograron hacer planes por teléfono, lo hicieron entre ellos. Marcelo notó que en su mayoría no habían salido juntos antes. Y decidían salir de a dos, no en grupo.             Marcelo prefirió pasar la noche solo. Fue a su casa, comió algo y se tiró a leer en su cama.

III

            No fue un sueño. Al final dormí. ¡Qué frío! Y ya es de mañana. Se oyen unos pajaritos. Qué lindo sería una cama con sábanas y frazadas limpias.

            Estoy muy incómodo, me aprietan las muñecas. Me encantaría lavarme la cara, cepillarme los dientes, caminar, desayunar.

            Mejor me concentro en otra cosa. Esos pájaros no deben saber dónde están. Tengo que poder imaginarme el exterior. Tengo que poder mirar afuera. ¿En qué barrio estoy? Se oyen aviones. ¿Será Palomar, Aeroparque? Probablemente Palomar. En Aeroparque los aviones pasarían más seguido.

            El frío me hace suponer que el edificio no está totalmente cerrado y tiene un techo a dos aguas. No, no puede ser un techo a dos aguas. No sé, por ahí las paredes no llegan hasta el techo sino que hay un espacio, una ventilación. Tal vez para que salgan los humos de los motores. Y tal vez ni siquiera es un hangar. Pero el eco cuando dan órdenes viene desde muy alto.

            ¿Qué día es?, necesito tener control del tiempo. Creo que hoy es el primero de octubre de 1976. Pero no estoy seguro, tengo que verificarlo.

            Tengo miedo. Vienen a llevarnos al baño de nuevo. ¡Qué desahogo! Me van a esposar las manos adelante. Vienen de a dos. Uno me apunta de frente. Me pone el caño del fusil en el pecho. El otro se pone atrás, me abre las esposas. Si intento restregarme las muñecas me grita que no. Me dan órdenes de sacar las manos de la espalda, de ponerlas adelante y cierran las esposas.

            Nos llevan al baño en fila. Con las manos en el hombro del de adelante. Es lindo poder levantar las manos. Y poder apoyarlas. En el baño uno tiene un minuto. Está prohibido sacarse la capucha. Aunque lo que trato de hacer es bajarme los pantalones lo más rápido posible, acomodarme sobre el agujero. Me acuclillo y mantengo el equilibrio con las manos entre las piernas, tocando el piso. Podría tal vez evitar tocarlo, pero tardaría más. Y necesito parte de ese minuto para mí.

            Termino y me subo los pantalones rápido. Trato de hacer todo en silencio. Me adelanto un paso para no tropezarme con la letrina. Subo las manos y me levanto la arpillera, la gorra esa con sangre y con vómito secos. Veo una puerta de tablones que se entrecierra sola. Entre los tablones hay rendijas y no conviene que se den cuenta de que veo. Pero algo tengo que ver, aunque sea los tablones. Me juro a mí mismo que cada vez que venga al baño algo tengo que ver, así sea el piso, una pared, la puerta, un tablón, una cara.

            Claro, debería recordar. Aunque si salgo de esto voy a quedar con tanto miedo que no voy a ser capaz de hacer una denuncia. ¡Qué horrible!, no quiero estar acá. Y es cierto, no es un sueño, es cierto, es cierto, es cierto. No es un sueño, es cierto. Es cierto, es cierto. Estoy acá, estoy acá.

-Barnet, ¡salga!

            Me apuro a arreglarme los pantalones. No sólo estoy acá. Ellos tienen el poder.

-Camine rápido, ¿qué se cree?, ¿que tiene coronita?

-Camine, vamos —escucho otra voz.

            Tengo mi colchón, mi lugar. ¡Cómo uno se acostumbra a lo suyo!

IV

            ¿Qué hora es? Deben ser más de las cinco de la mañana. Se ve un poco de luz, hay mucho silencio, ni los pájaros cantan. Ya no se oye la tortura. Sí unas voces, viene de uno de los cuartos. Salen a caminar. Mejor me quedo quieto, no me muevo.

            Son dos hombres y una mujer. Hablan y se ríen. Están comentando películas, hablan de Cabaret. La voz de la mujer me suena conocida. ¿De dónde? Se parece mucho a la voz de Marisol, la de la reunión. Estoy casi seguro de que es ella. También la había visto en la universidad varias veces. Esa risa es de ella, tan aguda, penetrante. ¡Qué cerda!, ella me vendió. ¿Y a cuántos más? ¿Qué más habrá hecho?, ¿en cuántos comités habrá estado?, ¿en cuántas volanteadas habrá participado?

            ¿La habrán torturado? No, por la forma en que habla, por cómo le cambia la voz, ese tono frío, ella estuvo desde el principio con ellos. ¡Qué turra! Marisol. Marisol Martínez. Aj, un nombre inventado. Un seudónimo. Y no le molesta que la escuchemos o tal vez piensa que todos estamos dormidos o que nadie la puede reconocer.

            ¿Qué voy a hacer si salgo? ¿La voy a buscar? No. Tendría miedo de encontrarla. ¿Qué haría si me la encuentro en la calle? “Vos, hija de puta, vos me mandaste a la cárcel”. No, no se lo podría decir. ¿Pegarle? No. ¿A cuántos habrá cagado? ¿Y qué viene a hacer acá ahora, recibir nuevas órdenes o asegurarse de que nos tienen?

            Por lo menos sé que saben que estuve en la reunión. Tengo que planear qué decir, cómo me justifico para que me vean como inocente. Se van a reír de mí, pero no tengo otra alternativa. Tal vez decirles que estaba interesado en una mina que iba a ir a la reunión. ¿No suena muy boludo?

V

                                                                                              20 de octubre de 1976

Mi muy querido Daniel:

Estoy en un loquero, pero todos pretenden estar cuerdos. Es un centro de detención. Quiero contarte cómo es esto. Quiero contarte porque me lo quiero contar a mí. Porque tengo miedo de olvidármelo, porque es como cuando estaba en una estación de micros y me pasaba una cosa chiquita con la valija ni bien empezaba el viaje. Se le salía una manija o algo y yo hacía un esfuerzo muy grande por recordarlo porque si no tenía miedo de que después tantas cosas me iban a pasar en el viaje y al llegar a destino me iba a olvidar. Y te escribo esta carta que por supuesto nunca va a salir, que ni siquiera voy a escribir en el papel, para darle estructura a lo que me pasa. Y también me va a ayudar a matar un rato.

Querido Daniel, estoy acá desde hace tres semanas. No, estoy acá desde hace veinte días. Lo peor de todo es que ni siquiera es un loquero. En un loquero me sentiría libre, de gritar, de ser infeliz. Acá es como si hubiera una normalidad detrás de todo esto. No sé qué monstruo puede elucubrar una normalidad así. Es impensable. Es asombroso que todo funcione. Es un lugar muy grande, yo creo que es un hangar. Está bastante fresco, especialmente de noche. No falta espacio y hay muchas colchonetas en el piso. Colchonetas de gimnasia, de las azules, de las muy finitas. Apenas un poco más anchas que una persona y no tan largas como yo. No sé cuántas personas estaremos acá. ¿Cien, trescientas? No sé. Sé que hay mucha gente cuidándonos, y no parecen colimbas. O por lo menos los eligieron, son muy hijos de puta. Una cosa que no logré hacer acá es hablar. No hay con quién. Una palabra y puede ser tu muerte.

Te cuento en orden porque las ideas me golpean en la mente y les quiero dar alguna organización. De mañana, muy temprano, calculo que serán las seis, empieza a haber movimiento. Se oye que preparan un desayuno pero no el nuestro. El nuestro es tan miserable que no les debe tardar nada prepararlo. Hay ruido de coches afuera, frenadas. Carcajadas adentro. Gente que se empieza a despertar. Los ruidos de cuerpos desperezándose. Se escucha el restregarse de ropa sobre colchonetas, de bolsas de arpillera contra las colchonetas. Eso es de lo peor, una bolsa sucia, vomitada y asquerosa cubriéndote. Pero te acostumbrás. Y de día tenemos que estar sentados, todo el tiempo. No nos dejan acostarnos, es una tortura. Podemos cambiar de posición, acuclillarnos, arrodillarnos. Al principio teníamos las manos atadas en la espalda siempre salvo para comer o para ir al baño. Después decidieron que podíamos tener las manos esposadas adelante. En realidad podríamos decidir todos correr y tratar de hacer algo pero si ni siquiera podemos hablar ¿cómo podríamos organizarlo? Y además yo quiero vivir. No hice nada para estar acá. Quiero salir con vida.

Nos traen el desayuno. Nos dejan adelante de cada uno un tazón, de lata, con un café asqueroso, que ni siquiera debe ser achicoria. Un pedazo de pan. Tocan un silbato. Podemos levantarnos la arpillera hasta la nariz, o sea que sólo la boca quede descubierta. Hay que comer rápido porque enseguida sacan las cosas. Suena otro silbato y está prohibido continuar. Si alguien infringe una regla vienen varios soldados y le dan una paliza que lo deja tirado varias horas.

Después nos van llevando al baño en grupos de más o menos veinte. Hay ocho baños creo. Me gustan los tres del fondo porque esos tienen una puerta entera y me puedo levantar la arpillera y mirar alrededor más tranquilo, aunque sea la puerta y las paredes. Hay gente que escribió cosas, con las uñas. Los otros baños tienen puertas de tablones, desde afuera nos pueden ver pero igual miro para abajo. Hago como que apoyo la cabeza en las manos y levanto la arpillera un milímetro. Tengo una camisa, un pantalón y un pulóver, no me baño hace tres semanas. Cuando vamos al baño, nos hacen levantar en fila. Poner los dos brazos sobre el hombro del de adelante y caminar. ¡Qué lindo el contacto!, ¡qué lindo tocar a alguien!, ¡qué lindo que alguien te toque! Me pregunto si será una mujer linda, quién sabe. Después tengo tanto tiempo para pensar. Nada más que pensar. No se puede hablar. Una vez intenté y me dieron una patada en la nuca que me voltearon.

Al mediodía nos traen una comida inmunda, una especie de sopa con otro pedazo de pan. A la tarde temprano al baño de nuevo. Horas, horas para pensar. Mientras tanto se escucha la tortura. Son gritos inhumanos. Gritos de basta, de desesperación, de locura. Lo peor es cuando dejan de gritar. ¿Habrán muerto, se habrán desmayado, habrán hablado? Hay olores indescriptibles, sangre, deshechos, orina, quemaduras, otros. Torturan desde la mitad de la tarde hasta bien entrada la noche. Eso es lo peor, la hora del día en que uno se siente más flojo, escuchando ruidos de tortura.

A la noche nos llevan al baño de nuevo. Cada vez que vamos tenemos un minuto. Si uno no terminó abren la puerta y lo sacan a patadas. Con lo cual uno se mancha todo si no había terminado. El baño es una letrina inmunda, pero es el único lugar donde nadie me mira, creo.

Al principio no podía dormir, tenía frío, no entendía, no quería estar acá. Ahora ya me duermo. Al contrario, tengo ganas, es un escape. Sueño con helados, con bifes, paseos en coche, la Costanera, aviones, viajar. Es un infierno esto, Daniel, es un infierno. Todavía no me hablaron, ni interrogaron. Claro, no debo ser muy importante para ellos. Yo sé que saben que fui a una reunión; en realidad es la única a la que fui, pero cómo los convenzo. ¿Y por qué tener que convencer a estos hijos de puta? No tienen ningún derecho de hacer lo que están haciendo. Pero tienen el poder en sus manos. Este lugar es una mierda, Daniel. A veces me desespero y me pregunto si voy a salir. Y creo que no, que voy a morir, torturado. ¡Tengo tanto miedo! Miedo porque cuando yo pensaba que me podían detener lo veía como algo tan heroico, incluso la tortura y me da tanta vergüenza haber sentido eso. Tal vez hoy o mañana me torturen. Y tiene que doler, si no duele no es tortura. ¿Y por qué me van a largar? Y doy vueltas en la mente y doy vueltas y doy vueltas. Y es en falso. Es como tener una pesadilla y despertarse y sentirse seguro pero al revés. Yo sueño con comida y me despierto y estoy atrapado y con hambre. Y tengo miedo. Creo que nunca voy a salir de acá, nunca. No tengo con quién hablar.

Lo peor es que esto funciona como una fábrica. Viene gente, se tortura, se muere, se va gente, viene gente. Uno se acostumbra a todo. Conozco los ruidos de los que están a mi alrededor. Me da seguridad escuchar el restregarse de la campera de nylon del que está a mi izquierda. Es como un amigo. Y todo lo que sé de él o ella es que tiene una campera de nylon.

VI

Querido Daniel:

Posdata: Me olvide de dos cosas en la carta el otro día. Una, de decir “un abrazo y nos vemos pronto”, la otra es firmar, “Marcelo”. Cuando pensé en lo que me había olvidado sentí que mi nombre hace tres semanas que no existe. Nadie lo usa, todos dicen Barnet. Y también eso muy poco. Te gritan y tenés que saber que es a vos, instintivamente.

Lo del abrazo me hace sentir tan mal. Claro, uno antes tal vez no se veía mucho, pero podía. Quiero sentir un abrazo en mi cuerpo. Fuerte, cálido. Estoy acá y no puedo. “Nos vemos pronto”, qué lindo poder levantar el teléfono y decir “¿qué hacés esta tarde, vamos a jugar al billar?”

A veces creo que me estoy volviendo loco acá. Pienso cada cosa. Pienso que ellos tienen razón, que uno se portó mal y merece el castigo. Uno jugó y lo agarraron. Pienso que por ahí quieren el bien, y este es el precio que hay que pagar. Ya sé que estoy totalmente loco. Cuando escucho la tortura me doy cuenta de que nadie puede aceptar eso. Pero sin embargo me siento tan mal. Me pasan tantas ideas por la cabeza.

¿Sabés qué es peor que la muerte? La muerte por boludo. Por haber ido a una reunión estúpida. Porque si hubiera participado durante meses o años. ¡Pero por una reunión estúpida! Ridículo, ¿no? porque si me voy a morir es lo mismo. Pero es como que esta muerte me da más miedo, más vergüenza, bronca, esa es la palabra. Tan al pedo. Si en la reunión esa aunque sea me hubiera levantado alguna mina, podría decir “bueno, un polvito caro” pero por lo menos podría idolatrar al polvo ese. Pero ni siquiera me levanté, ni siquiera fui tanto de levante aunque había algunas pibas ahí que eran muy ricas. Pero yo justo pensé que ellas saben tanto de política y yo no sé nada que ni hablé. No sabía qué decir. Y pensé que yo no estaba a la altura de ellas.

Incluso a Marisol la miré un poco, no es mi estilo, tenía mucho maquillaje para mi gusto. Ay, Daniel, tanta bronca, no sé, qué ridículo, ¿no?. Morirse es morirse, pero esto es tan al pedo. Y encima, ¿sabés Daniel?, me puse a pensar que un condenado a muerte sabe cuándo se va a morir. Tal día a tal hora. Sabe que está yendo a su muerte. Debe ser horrible pero lo sabe.

Yo puedo morir en cualquier momento, sin esperármelo y sin darme cuenta. Un balazo en la espalda, o en el pecho, qué diferencia. Tortura. Y la sensación de no saber. La sensación de que morirse acá es algo tan cotidiano, tan simple, tan de rutina. La sensación de que a nadie le importa nada. Y no saber. De repente de un momento a otro no existís.

¿Quién va a saber que yo estoy acá, Daniel? ¿Quién va a saber? Eso también es horrible. Desaparecer y ni siquiera ser una estadística. Tal vez ni siquiera nunca encuentren mis huesos. A veces pienso cosas lindas, Daniel, no creas. Me acuerdo de cuando jugaba de chico, del primer beso, de cuando decidí ir a la universidad. De la vez que lo vi a papá. No puedo más, Daniel, no puedo más. Pero no me quiero morir.

Te mando un gran abrazo y espero que nos veamos pronto, Marcelo.

VII

            Sueño que vienen a buscarme. Es de noche. Sé que es el interrogatorio. Me dicen que me pare y me llevan hacia uno de los cuartitos de la entrada. Estoy parado en medio de una sala. Tengo la cabeza encapuchada y las manos esposadas. Escucho cosas lejanas pero nada en ese cuarto. No sé si hay alguien o no. Viene alguien y me empuja hacia atrás. Me hace caer en una silla que un soldado había puesto. Me molesta mucho no haber escuchado al soldado.

            Estoy temblando de miedo. Quiero convencerme de que es un sueño. Y aunque lo es me parece real. Puedo sentir el aire que se cuela desde el pasillo. El distinto tipo de luz que se filtra a través de la arpillera.

            Entra mi maestra de cuarto grado. Me pregunta por qué no escribí cien veces “no debo portarme mal”. Le digo que sí lo hice. No me cree. Me pega con una regla. Me grita varias veces. Me patea en la canilla. Yo le digo que sí lo escribí. Que ya se lo había entregado la semana pasada. Me sigue gritando y pateando. Me insulta.

            Junto coraje y le empiezo a gritar yo. Vieja bruja, guacha de mierda, quién carajo te creés que sos, le digo. La sensación es linda, demasiado linda. Un sueño no puede ser tan placentero en un lugar tan lúgubre. Me despierto. Estoy tenso, agitado, con sed. Pero sobre todo con una tristeza inmensa. 

VIII

            Marcelo empezó la universidad, ingeniería, en el año 1973. No estaba seguro si quería estudiar. Él era muy tímido, venía de colegios más chicos. Y a pesar de que era siempre bastante respetado, mejor dicho la gente no se metía con él, no sabía si podría encontrar su lugar en la universidad.

            Se acordaba de cuando fue a su primera clase, a principios del 73. Cámpora ya había ganado. Cómo buscar el aula en ese edificio tan grande; tenía miedo de preguntar. La encontró, entró, se sentó. Había un muchacho cerca de él, le preguntó si, si esa era la clase que buscaba.

            La familia Rodríguez del cuarto A siempre había insistido en que Marcelo tenía que estudiar ingeniería. Ingeniería electrónica, que él era muy bueno para eso. Le habían comprado juegos de electrónica para sus cumpleaños, le insistían. Y lo apoyaban. La señora Rodríguez era profesora de matemáticas en un secundario. Su marido había sido director de escuela en el interior, antes de venir a Buenos Aires. En la capital se dedicaba a pintar y a componer música. Tenían una vida muy modesta. Y les alcanzaba. Eran una pareja feliz, sin hijos. Resignada a algunas cosas, al poco dinero, a extrañar a su provincia. Callados, pero contentos.

            Marcelo se dedicó más a estudiar y a observar que a participar. Al principio estudiaba en grupo. Después se dio cuenta de que cuando él se preparaba para ir a estudiar con un grupo aprovechaba mucho más lo que estaba leyendo. Vio que se dejaba llevar por modas. La moda era reunirse de a cuatro o cinco, charlar, estudiar un poco, seguir charlando. A él no lo convencía el método.

            Sin embargo era tan difícil al principio de la universidad ser él mismo y aceptar lo que sentía. De todas formas, sí vio que estudiaba mejor solo y en algún lugar tranquilo. A menudo en la pequeña vivienda que él compartía con su madre no había silencio, y se iba a un bar callado, un bar de la esquina de Rivadavia y Alberti. Ahí podía quedarse tranquilo por algunas horas, solo con un café.

            Mucha gente alrededor de él militaba. Pero Marcelo no quería. En parte por miedo. En parte porque veía a la gente que lo hacía, veía su forma de hablar y algo no lo convencía. Como que sí, como que era cierto, había que ayudar a los pobres. Pero sentía algo artificial, de artilugio en ese ponerse a militar. Tantas ganas de independizarse de papá y mamá. Querían ser heroicos. Tanto buscar ser importantes. De recibir una orden del movimiento. De ir a un telo a dormir con una mina, y aunque fuera solo dormir eso era nada más que las instrucciones, que podían ser contravenidas. Marcelo sintió que había un remolino alrededor de él. Y estudiar era su manera de sentirse anclado, de estar en tierra firme. A pesar de que simpatizaba con la izquierda, siempre se quedó afuera.

            Marcelo se sentía una isla en el medio de un mar en tremenda turbulencia, tanto en la universidad como en el trabajo. Le costaba justificar su posición con sus compañeros de estudio, porque era más que nada una intuición, porque iba contra la corriente, porque amenazaba a los demás, porque una vez más lo tornaba distinto. En el trabajo el ambiente era distinto. Marcelo trabajaba de cadete en un estudio de arquitectura. Los que trabajaban allí sólo parecían preocuparse por su vida personal. De cierta forma eran más francos que la gente de la universidad.

IX

            “Levantate”, me grita un milico y me empuja con la bota. Deben ser las cuatro de la tarde y trato de pensar todo racionalmente porque sé lo que está pasando. No es hora de ir al baño, no es hora de comer. Me llevan al interrogatorio. “Levantate” me grita la voz. Me levanto. Siento la tensión en las colchonetas de al lado. El colimba de adelante me trata como con vergüenza, como que no quiere estar acá. El de atrás no, el de atrás me apura el paso. La habitación me parece grande. Me sientan en un banquito en el medio de la habitación. Escucho ruidos y carcajadas y gritos en otros cuartos. Supongo que estoy yo y los dos colimbas. Puedo oler que están fumando. En eso se abre una puerta y entran dos o tres personas. “A ver, Barnet”, me dice un tipo. “¿Cuánto nos vas a hacer trabajar?” “Mirá que a nosotros no nos pagan bien” y se ríe. Hijo de puta. El otro está diciendo “los beneficios sociales los buscamos por nuestra cuenta”. Siento que hay una o dos personas más, pero están callados. Supongo que una de las personas es Marisol. Qué bronca que me da tener que decirles la verdad a estos tipos, la puta que los parió.

-Mirá, flaco -me dice el segundo, poniéndome una mano en el hombro-. Nosotros sabemos que vos sabés mucho. Mejor cantá, y ahorrate la zalipa.

            Tengo mucho miedo pero sé que están jugando al rol del policía bueno y del malo. Sé que están jugando porque el que hace de bueno no es muy buen actor.

-Sabemos que sos guerrillero -me dice el primero. Qué le voy a discutir. Quieren que cante cualquier cosa y que me quede contento con que no me maten.

-Todo lo que queremos son nombres de todo el comando -hijos de puta.

            El que hace de policía bueno interviene “Mirá, Cacho, por ahí el pibe no estaba tan metido, sólo unas manifestaciones, esas cositas. Cantá pibe, que el Cacho enojado no es algo que querés ver muy a menudo.”

            Guachos.

-¿Hablás o no? -siento un ruido metálico, como un chispazo.

-Yo no milité.

-Claro, hacete el vivo -me dice Cacho-. Todos dicen lo mismo. Al principio. ¿Nos querés hace trabajar?

            Con mucha bronca decido jugarme, decirles, aunque no se lo merecen estos cerdos de mierda.

-Yo sólo fui a una reunión. De la universidad -siento una trompada tremenda en la mandíbula. Me tira al piso. Una patada en el estómago me deja sin aire. Llego gateando hasta una pared. Es como una protección. Me patean la canilla. No sé dónde cubrirme.

            El bueno le dice a Cacho “dejémoslo hablar, si lo pateamos por cada cosa que dice, no va a querer hablar. Hablá pibe, hablá”, dice con tono infantil, “queremos ayudarte”.

-Fui a una reunión. Me interesaba una piba.

-¿Qué piba? -es una voz de mujer; Marisol.

-Susana -invento un nombre. Un nombre común que espero que exista-. Cursaba Fluidos 1 conmigo. No fue a la reunión.

-Mirá pibe, no nos jodas -llueven las patadas y los golpes de nuevo.

            El primer cana me grita “¿qué más hiciste, animal, qué más hiciste?”

-Nada. No hice nada—les digo llorando, y con bronca porque se me nota.

            Siento que cambian de actitud. Deben saber que no hay nada más. Siento que Marisol se los lleva a un costado y habla con ellos. Escucho algunas palabras “callado, …nunca más lo vi”.

            Los canas me levantan del pulóver, me apoyan contra la pared. Me gritan “hijo de puta, quedaste como un boludo, ¿sabés lo que te podría haber pasado?, todo por una mina, ¡qué salame que sos!” Me cachetean. Me sueltan. Me fuerzo para quedarme parado. Me duele todo el cuerpo. Pero sé que voy a bien.

            El segundo policía grita “si mentiste sos boleta”. Se van. Me deslizo hasta el piso y me quedo sentado.

            Siento unos pasos, es Marisol. Siento que dice “shhh”, viene al lado mío, y me pone una mano en la entrepierna. Hija de puta.

X

            Mirá pibe, vas a salir. No es que nosotros pensemos que en tu caso vos tengas que salir; pero vas a salir. Nosotros creemos que gente como vos no debería existir. Hay gente floja en el mundo, y el gobierno de Canadá se lleva a unos cuantos prisioneros sin causa terminada y no les vamos a dar gente importante. Les vamos a dar a un boludo como vos que dice que sólo fue a una reunión, y tal vez hizo otras cosas, quién sabe. No les vamos a dar alguien que estuvo realmente metido. Entonces te vamos a largar a vos. Te vas a ir al Canadá. En tu reputa vida vas a volver a este país.

XI

Querido Daniel:

Tengo una alegría y una sensación muy fuerte. Hoy me dijeron que voy a salir. Al principio no lo pude creer. Pensé que era una mentira. Que me iban a hacer más preguntas, que iban a pedirme complicidad en algo. Pero después recordé que había leído en el diario que algunos salían a Suecia, a Canadá, a Holanda.

Me dijeron que yo voy a salir, en unos días. Estoy muy emocionado. Sería muy feo irme de acá sin volver. Me dijeron que no voy a poder volver al país. No sé si será cierto o no. Probablemente sí sea cierto por unos años.

Me siento flojo, como con fiebre. La idea de salir me alegra muchísimo. Es poco lo que sé de Canadá. La Expo de Montreal, las Olimpíadas. Sé los nombres de algunas ciudades, sé que hacen muy buenos documentales, es un país muy limpio. Voy a salir. Me cuesta creerlo. Me da muchas ganas; me da miedo. Sé que es cierto y sin embargo me cuesta creerlo.

Esto no lo voy a extrañar. Calculo que muchas otras cosas del país sí, pero si me quedo detenido acá las voy a extrañar aún más. Es como si yo me sintiera un poquitito alejado de este lugar, un poquito elevado sobre esto. Aunque en el fondo se oye la tortura.

No creo que pueda despedirme de nadie. Nunca volé en avión. Me gustaría sentarme en la ventanilla y ver a la ciudad desde arriba. No puedo empezar a despedirme porque no puedo creer que me voy. Las despedidas son tan sosas, porque uno se despide cuando todavía está con el otro. La despedida debería ser cuando uno ya no está. No se pueden acumular amistades, abrazos y besos.

En unos días salgo. Un gran abrazo y te escribo desde Canadá si todo anda bien, Marcelo.

XII

            Cardozo le indica al cabo Pierronucci:

-Mirá, agarrá ocho mejor, tenemos dos chalecos. Queremos probar distintas distancias. Marisol, ¿querés venir?

-¿A dónde, Cardozo?, que con vos hay que cuidarse.

-Ma sí, si te gusta.

-No te hagás el vivo que hablo con el capitán.

-Bueno, che, no te enojés. Te gusta ser linda.

-No tiene nada que ver. ¿A dónde, Cardozo? -con tono de cambiemos de tema

-A probar los nuevos chalecos, recibimos dos. Uno de Alemania y el otro de Sudáfrica. Los promocionan como si fueran sensacionales, son más finitos que los de antes. Pero yo tengo mis serias dudas, así que vamos a hacer algunas pruebas. ¿Querés venir?

-¿Es muy lejos?

-Y, un rato, es en el parque de tiro.

-Sí, quiero ir.

            Pierronucci sabía que iba a haber más pruebas. Decidió agarrar dos de la A, dos de la B, dos de la C, y dos de la D. Más de cuarenta no usarían en total, llevaba mucho tiempo. Le pidió a un soldado la lista y marcó los dos primeros que empezaban con A, los dos primeros con B, con C, con D. Barnet venía después de Ballesteros y antes de Barragán. Los anotó, se los dio al soldado para que tipeara una lista. Se los llevó a Cardozo.

-Aquí tiene, mi teniente.

-A ver -dijo Marisol, mirando por sobre el hombro. -Ah, a este Barnet lo conozco. Ojalá que reviente.

            A Cardozo le quedó la duda de por qué lo decía. Si porque le tenía bronca por comunista o porque la había dejado caliente.

-Barnet, párese -Marcelo se paró.

            Sabía que era un horario raro. Media mañana.

-Revisación médica.

            Un soldado caminaba adelante de él y otro atrás. Él seguía al primero. Por un momento pensó que tal vez no volvía, que se iba a Canadá, pero después supo que sí, que iba a volver, que estaría en su colchoneta antes de esa noche. Era un día fresco.

            La lista era: Álvarez, Arditti, Ballesteros, Barnet, Cernik, Clarici, Dalessio y Dorlán.

            El teniente revisó la lista y le preguntó a Pierronucci

-¿Alguno de estos son los de Canadá?

            Pierronucci fue a averiguar y le contestó

-Si, Barnet y Dalessio.

-Bueno, no importa -dijo el teniente-, o no se van o salen con un miedo que en su perra vida van a volver a hablar.

            Los llevaron en camioneta. Marcelo sintió que era un camino de tierra con muchos pozos. Estaban al aire libre y eso lo hizo sentirse muy bien. A pesar de las esposas en las manos y la capucha en la cabeza.

            Tenía a otro prisionero al lado izquierdo y a un soldado a la derecha. Los sentía distinto. El pequeño roce de los pantalones y de las mangas. De un lado, la soltura, el nada que perder. Del otro la tensión, las contradicciones, las falsas seguridades.

            De repente frenaron y los hicieron bajar. Los llevaron a un galpón grande. Se escuchaban tiros de varios lados. No sólo armas chicas sino también algunas explosiones.

            Se los iban llevando de a uno, afuera, a otro galpón. Le soltaban las esposas, le ponían un chaleco antibalas y le esposaban las dos manos a unos caños que sobresalían en la pared, a la altura de la cintura, mirando hacia el frente. Había una ventana un poco más arriba de la cabeza, del lado derecho del preso.

-Pierronucci -dijo Cardozo-, usted tabule.

-Sí, mi teniente.

            Después de anotar compulsivamente durante varios minutos, Pierronucci le dice al teniente:

-Hay ocho blancos, mi teniente. Tenemos dos chalecos. Podemos probar dos calibres y dos distancias. ¿Usamos un blanco mientras tenga signos vitales o los circulamos?

-Circular, Pierronucci. ¿No ve que así si uno sobrevive le va a contar a los demás y el miedo nos favorece?

-Como usted diga, mi teniente.

            Pierronucci organizó la planilla. Empezaban con el chaleco alemán, por orden alfabético. Primero la primera A, después la primera B y así sucesivamente. El orden de disparo sería: blanco A, calibre 38, a dos metros; blanco B, calibre 38, a cuatro metros; blanco C, calibre 45, a dos metros; blanco D, calibre 45, a cuatro metros. Después repetirían el experimento con el chaleco sudafricano y con las segundas A, B, C y D.

            Los primeros cuatro sujetos sobrevivieron. Dos se desmayaron después del disparo pero era por miedo.

            Cuando fueron a buscar a la segunda A, Arditti, se había desmayado.

-Puta madre -dice Pierronucci-, me cambia las estadísticas -y rascándose la cabeza-, empezamos con las segundas B, C y D y recién después con Arditti.

-Barnet, un paso al frente -le ordena un soldado.

            Lo llevan al galpón de las pruebas. Le ponen el chaleco, le dicen que es para sacarle unas radiografías especiales con un aparato portátil para poder mejorar la atención a soldados heridos en batalla.

            Marcelo quiere creer que es cierto. Pero sabe que no lo es. Quiere pensar pero la mente no puede. Se acuerda de los muchachos de la plaza, de cuando tenía diez años y no puede entender por qué los recuerda ahora. Siente un calor interior muy fuerte, contrastando completamente con el día fresco, con las órdenes ladradas, con lo que ocurre alrededor de él.

            El soldado se prepara con la 38, a dos metros, en la línea marcada en el piso con una tiza por Pierronucci.

            Dispara.

            La bala le revienta el pecho. Sin saber cómo, cuándo ni por qué, Marcelo está muerto.

-Pierronucci, marcá una X en la columna pertinente. Puta madre, estos sudafricanos de mierda -dice Cardozo-. Son buenos en eso de matar a los negros, pero defenderse no saben un carajo. Estúpidos.            

Marisol lo mira a Marcelo, desmoronado, y se sonríe.

Copyright David Mibashan

2 thoughts on “Marcelo

  1. Excelente cuento largo, con un clima muy opresivo, creo que refleja en una forma muy sensible el absurdo y el miedo y la violencia que signaron esa época tan oscura de la Argentina. Muy logrado, me produjo un profundo impacto.

  2. Muy atrapante. Me compadecí del personaje, experimenté su miedo, su incertidumbre. Tantos muchachos como Marcelo atravesando esa etapa tan absurda de nuestro país.

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