Bienvenida Matilde

Bienvenida Matilde

Lisandro Quijano va a buscar el auto al garaje. Antes de bajar al subsuelo oye sirenas en la calle y se asoma a la puerta de entrada. Luces, gritos, ruidos fuertes, silencio.  

Sube al sexto piso, abre la puerta con dificultad y le dice a Estela  

—La calle es un desastre, ¡vamos en taxi!  

—Como vos digas —contesta Estela, sorprendida pero aceptando —¿Ya?  

Se para lentamente y se acerca a la puerta. Trata de agarrar el bolso pero le cuesta agacharse. Lisandro, con la llave en la mano abre la puerta y patea el bolso hacia el palier del ascensor.  

Estela siente que Lisandro está de mal humor, lamenta que la calle sea otra vez un desastre y tiene inquietud sobre lo que va a pasar pero está contenta, en otro plano. Algo suyo está por suceder, va a tener un hijo o una hija y se le ilumina el alma. Lisandro abre la puerta del ascensor con una mano, con la otra cierra la puerta de la casa y con el pie derecho empuja el bolso adentro del ascensor.  

Cuando llegan a la planta baja y están por abrir la puerta de calle, oyen gritos fuertes y ven un Falcon verde oliva pasar a velocidad por la vereda.  

—Malditos terroristas —dice Lisandro, mirando hacia la calle, tanto para saber si puede abrir el portón como para no mirar a Estela, tan gorda, tan lenta.  

Lisandro abre la puerta, se asoma, ve que no hay coches en la calle, le dice a Estela que espere en el umbral, a pesar del frío y sale a buscar un taxi. Seis de la mañana, agosto de 1975, no hay vehìculos a la vista. Piensa en sacar el auto del garaje cuando oye más sirenas y pasa un patrullero y un coche de civil. Lo miran y siguen de largo.  

Le pregunta a Estela si se quiere sentar, esperando que ella le diga que no. Quiere llegar al sanatorio. Le molesta más lo vergonzoso de la situación que si le pasa algo a Estela o al bebe. Quiere llegar y entregarle su esposa a los médicos.  

Pasa un taxi que no para a pesar de los gestos evidentes de Lisandro.  

Ve otro taxi a dos cuadras y decide componerse y hacer un gesto normal para pararlo. El taxi se arrima.  

—Un segundo que traigo a mi esposa embarazada. Vamos al Sanatorio del Diagnóstico.  

—Tranquilo, señor, ¿necesita ayuda? —contesta el taxista.  

Con dificultad Lisandro sienta a Estela en el coche, va hacia la otra puerta, se sienta al lado de ella y parten.  

Son pocas cuadras desde la calle Rodríguez Peña hasta el sanatorio. La sientan en una silla de ruedas y Lisandro se dirige a hacer los trámites de admisión. Luego va a la sala de preparto, donde Estela está cambiada y acostada. Se acerca un camillero que le pide que se retire, que la llevan a Partos. Le dice que no se aleje del sanatorio y que se disponga a esperar, que si quiere novedades puede ir a Recepción, pero que en general no saben.  

Camina por el hall de entrada, grande y lleno de gente que comienza a venir a trabajar, a hacerse estudios, tratamientos ambulatorios, consultas médicas. Sale a la calle, va a la esquina y compra el diario. Cuando se está yendo vuelve y compra otro. En el sanatorio se sienta en el hall a leer. Luego de un rato va al baño y a la cafetería. La mesa es grande, puede desplegar los diarios y leer tranquilo. Quiere un varón, Lisandrito.  

Cambia varias veces de lugar, de la cafetería al hall y vuelta. Luego de haber almorzado lento, de haber tomado un café y de pedir la cuenta, oye que lo llaman por los altoparlantes.  

Va a Recepción y antes de llegar ve a un médico y una enfermera que esperan.  

—Señor Quijano, ¡Felicitaciones!, tuvo una nena sana.  

Lisandro oye lo que le dicen, se siente como alejado de allí, como si estuviera viendo una película.  

—¡Qué bien! —dice.  

—Su señora tuvo una hemorragia muy grande —le informa el médico—, ya está compensada pero se va a quedar en terapia intensiva, con la nena, claro.  

—¿Es grave?, —pregunta Lisandro.  

—Pudo serlo, pero ya pasó, ahora hay que controlarla y averiguar por qué tuvo ese sangrado —contesta el médico.  

—Entiendo, ¿puedo verla? —pregunta Lisandro.  

—Un poco más tarde, cuando se pueda le vamos a avisar —le dice el médico.  

Lisandro se siente lejano, no quiere estar allí. Le da un poco de vergüenza admitirlo y piensa que debería estar en el trabajo.  

—Gracias —le dice al médico y a la enfermera.  

Se sienta en el hall y siente que preferiría no estar. Se oye una sirena policial en la calle.  

—Malditos terroristas —dice.  

Copyright David Mibashan.

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