Vías de desarrollo
Marcos era ordenado. Encarrilaba su vida con rutinas, tratando de controlar lo que ocurría y de esa manera evitar emociones.
Su trabajo de taxista nunca le gustó. Tenía muchos interrogantes, demasiadas puertas abiertas. Estaba obligado a tomar decisiones, tanto cuando iba solo como cuando tenía un pasajero. Una mañana lo supo: quería manejar el subte. La dirección y seguridad impuestas por las vías le parecían correctas.
Estudió a conciencia, tenía que aprobar el curso nocturno. Marisa, su esposa, lo esperaba para comer, aunque llegara tarde a la noche. No la amaba, no podía permitirse una sensación tan fuerte. Sin embargo, le tenía cariño. Ella cuidaba a los dos chicos para que no lo molestaran, mantenía la casa en orden, preparaba la comida y no le cuestionaba su método y organización, que eran estrictos. Un domingo tenían planeado ir al Rosedal. Llovía y Marcos exigió que fueran. Se empaparon hasta los huesos. Al volver, le dijo a Marisa que el diario del viernes pronosticaba que no iba a llover el fin de semana.
Aprobó el curso y a las dos semanas fue llamado para un período de práctica: cuatro meses de guarda y cuatro de motorman. Luego de la prueba se decidía si le daban trabajo y, en ese caso, en qué puesto.
Ser guarda le disgustó: tenía demasiado contacto con la gente; el tiempo de parada en una estación no era fijo; las unidades no frenaban siempre en el mismo lugar.
Fue elegido como motorman al terminar el entrenamiento. No lo tomó con alegría sino como algo obligado. Se había esforzado para ser el mejor alumno y era recompensado. Lo tentaba estar solo en la cabina, a oscuras, seguro. Únicamente las vías adelante, incambiables.
La soledad de las cocheras a veces lo acongojaba. Se dio cuenta de que a la noche se estacionaban más unidades en Catedral que en Palermo. Intuyó que la soledad podría ser aún mayor.
Una tarde recibió la orden de empezar su turno a las cuatro de la mañana en vez de a las cinco.
Marcos llegó a la estación Catedral, bajó por la única puerta habilitada y pasó al lado del sereno dormido. Caminó hasta llegar al andén y bajó. No había nadie en toda la línea D. Las luces estaban encendidas, acentuando la soledad del lugar. Fue hasta la oficina y en la pizarra decía “Marcos C.”, él, “unidad 8 a Palermo”.
Las piernas le temblaban. No le gustaba sentir. Pero tenía miedo. No gritó porque supo que su voz lo asustaría más. Se sentó, estaba atontado. Se decidió a cumplir la orden. Mantenerse ocupado acotaría el pánico.
Caminó por las vías hasta llegar a la unidad ocho. Temía tanto que se apoyaba en la pared, a pesar del asco.
La unidad estaba a oscuras. Destrabó desde afuera la puerta del guarda y subió. El corazón se le salía del pecho. Fue hasta la cabina y con alivio prendió las luces de todo el convoy. La situación parecía controlable.
Revisó los vagones de punta a punta. Primero la cabina con su linterna. Luego la llevó encendida aunque no hiciera falta. Revisó los seis vagones, incluso debajo de los asientos. Quería sospechar que el único temor razonable era que alguien se hubiera quedado dormido, probablemente un linyera buscando refugio.
Al llegar de vuelta adelante, trabó la puerta que conectaba con el segundo vagón. Revisó el primero una vez más.
Cerró la puerta de la cabina, encerrándose. Arrancó el convoy. El ruido lo calmaba. Eran las cuatro y diecisiete de la mañana. El viaje entre Catedral y Palermo tardaría doce minutos. No podía ir más rápido para no activar los frenos de emergencia.
Al arribar a Palermo estacionó el convoy pasando el andén, caminó por las vías y salió a la calle, a tomar el desayuno y esperar hasta las cinco, la hora de entrada del resto del personal.
Esa noche le costó dormirse. Esperaba ansioso los doce minutos de la mañana. Esos minutos se convirtieron en su vida. Manejaba el resto del día desganado. Ya no le molestaba que sus hijos lloraran o que los vecinos hicieran ruido.
Los doce minutos de Marcos, de las cuatro y diecisiete, eran su momento. Se atrevía a hacer lo que nunca había hecho. Variar la velocidad, parar en el medio del túnel, bajar del convoy y caminar por las vías. Apagaba las luces de la unidad y se sentaba en silencio en los asientos. Fumó por primera vez en su vida. Llevaba un pequeño grabador con auriculares; escuchaba a Verdi. Se masturbó, con preservativo para no ensuciar. Leía un libro para aprender esperanto y practicaba en voz alta.
Estaba solo, debajo de la ciudad, en ese túnel inmenso, con sus pasillos y vericuetos secretos. Las estaciones iluminadas con luz fluorescente, las cabinas de cobro vacías, libros sin leer, diarios del día anterior. Ruidos insondables.
Imaginaba lo que pasaba arriba. En Catedral, los túneles coloniales sobre el túnel del subte. En la City, un silencio absoluto; en Tribunales, las salas y los pasillos quietos, desiertos. Marcos detuvo el convoy varias veces debajo de ese edificio. No solamente en su nivel no había vida, más arriba estaba todo quedo.
Barrio Norte, cuánta gente que no podría dormir a esa hora. Cuánta gente tantearía la cama para descubrir que estaban solos. Tanta gente con molestias, dolores. Cuántos haciendo el amor, fumando, leyendo un insomnio. Eran minutos de vida para él, que nunca la había sentido. Entraba en comunión con la ciudad. De día la veía de otra forma; ahora eran compinches. La conocía, la recorría por adentro, solo.
La circular del mes traía una invitación a la inauguración de la nueva playa de maniobras en Palermo. El viernes siguiente lo llamó Gaincedo. “Ahora podremos estacionar los trenes necesarios en las dos puntas. Preséntese a trabajar a las cinco”. Marcos intentó explicar que era importante poner los trenes en funcionamiento antes. La orden fue tajante. “A partir del lunes presentarse a las cinco en Catedral con el resto del grupo.”
Marcos salió a la calle. Supo que su oportunidad en la vida había descarrilado, no tendría otra igual. Subió a la estación Pacífico, fue hasta el principio del andén, esperó que se acercara el tren, se dejó sentir completamente por un instante y se tiró a las vías, con un movimiento perfecto.
Copyright David Mibashan.