Vida a fondo
Marcelo entró al cementerio cuando acababan de abrir. Dio algunas vueltas entre las tumbas y se paró enfrente de una como para aparentar que había ido por esa persona. En realidad le costaba leer el nombre en la lápida, no porque estuviera borrado sino porque concentrarse le era imposible.
Las últimas veinticuatro horas habían sido un remolino. No podía decir qué ropa tenía puesta ni qué había comido la última vez. Diana había muerto. Le tardó creerlo. Habían venido a buscarlo a la facultad. “Hubo un accidente de coche.” “¿Cómo está?” “Murió.” El hospital, los papeles, parientes, cafés, amigos, desconocidos. Le decían que se sentara, parara, comiera. Todo era irreal. Diana tenía veintitrés años, Marcelo veinticuatro. Se conocían desde hacía cinco, de la facu.
Tantos planes, terminar las carreras (medicina y biología), pasar exámenes, irse al exterior, hijos, volver de visita.
Marcelo no tenía nada claro. O casi nada. Una urgencia le empezó a crecer adentro. Cuando Daniel volvió de la AMIA, de arreglar los detalles del entierro, Marcelo le pidió ver los papeles. Daniel pensó que Marcelo quería tocar algo concreto, algo que todavía quedara de Diana. Marcelo hizo un esfuerzo para despejar su mente y memorizó el lote, la fila, la parcela.
Seis años más tarde no fue a trabajar un jueves. Ni siquiera llamó. Fue a Haedo. Tenía que llegar antes de las nueve, antes que la cuadrilla.
Se quedó sentado en el coche. A las nueve y veinte llegaron con el camión. Bajaron las dos máquinas, se pasaron una botella de Coca y comenzaron a excavar. Marcelo no podía quedarse quieto. Tenía púas en todo el cuerpo.
Mientras estaba parado enfrente de la tumba cualquiera vio que llegaban los obreros. Mecánicamente fueron a la parcela vacía y comenzaron a excavar. Charlaban, se reían, hablaban de fútbol. Marcelo ya no los oía. Veía la tierra salir y amontonarse; sentía el olor a humedad. Cuando dos obreros ya estaban adentro de la fosa se acercó. Al verle la cara se callaron, tal vez por respeto. Siguieron cavando mecánicamente, en silencio.
Marcelo temblaba. Quería llorar, gritar, pararlos, tirarles con tierra, tirarse él en el pozo. El dolor lo desgarraba. Cuando recobró la conciencia estaba sentado en una silla, en la oficina del cementerio y escuchaba una voz, que a él le parecía metálica, que le decía que ya venían a buscarlo. Marcelo no tenía fuerzas. De haberlas tenido se habría sentido traicionado.
La cuadrilla estaba de muy buen humor. Reían, se cargaban, se tiraban con plantas que desenterraban y piedritas del terreno.
Marcelo quería llorar. Pero si estaba contento.
Otro coche estacionó en la puerta, Marcelo no lo esperaba. Era el arquitecto. Al verlo se le acercó. “¿Así que no podés aguantarte hasta que esté lista, eh?” Marcelo le sonrió. “No te preocupes, pibe, esta gente es de palabra y son buenos. En seis meses vas a tener una flor de casa.” Marcelo contestó algo a medias, hizo como que aceptaba lo que le decían y se fue.
Estacionó el coche a diez cuadras y caminó hasta el bar de la esquina del baldío. Cuando el arquitecto se fue, Marcelo se paró frente a la obra. El capataz le dijo algo pero Marcelo ni lo oyó. Estaba parado en la vereda, con las piernas abiertas, mirando hacia adelante.
El capataz se alejó, y con una voz de mando que no era necesaria le ordenó a la cuadrilla comenzar a excavar. Se preguntó por un segundo que le habría pasado al tipo este, pero enseguida se acordó de la patrona, de los nenes que hoy lo esperaban, de la fiesta para Martita el sábado y siguió trabajando.
Copyright David Mibashan.
One thought on “Vida a fondo”
Cuento de extravío….traspolacion de tiempos….proyectar casa nueva debería ser lindo….salvo que en ese momento el recuerdo de la pérdida y el proyecto futuro se fundan, o se liguen representaciones con energías equivocadas…al fin y al cabo seis años no es nada en esa energía enajenada y huérfana…..