Pirulo

Pirulo

            Lo conocí a los cuatro años. Estaba parado en la puerta del Cangallo Schule con un carrito de helados Laponia. Yo iba con mi papá a acompañar a mi hermana a primer grado inferior. Pensándolo mejor, era tal vez que la íbamos a buscar a la salida. Pirulo estaba siempre ahí. Con un silbato colgando del cuello, haciéndolo sonar para anunciar su presencia, aunque quién podría no verlo. Tenía la cara rosada, no roja. No de bebedor, tampoco de enfermo que toma cortisona. Su pelo era blanco, más bien parecía un cepillo, todo parado, en general cortito, como si no le creciera en los costados, solo en el centro.

            Pirulo era muy paciente. Tal vez por ser tan mayor, porque tendría por lo menos cincuenta y cinco años, los chicos lo respetaban y molestaban al mismo tiempo. Molestando dentro de los límites del respeto. Se subían al triciclo, trepaban por las ruedas, lo abrazaban, le trataban de sacar el silbato y a veces él los dejaba.

            Nunca supe por qué, pero siempre lo imaginé solitario. Viviendo en algún barrio alejado, levantándose temprano para llegar al colegio. Aunque en realidad el colegio era una excusa, a Pirulo le gustaba, probablemente, salir temprano, sentir la ciudad en su sangre. Lo imagino solo, pero como si así fuera la vida, aceptándola bien, tan bien. Incluso invitando a esa soledad. Había tenido amigos; de parranda, me imagino. Mujeres de vez en cuando. Puntual para pagar a sus acreedores cuando tenía con qué. Confiable cuando no lo tenía.

            Una vida rutinaria, y mientras pienso esto, veo que tal vez Pirulo es un filósofo en triciclo. Mirando, observando, acumulando detalles, conociendo gente, chicos, padres, maestros, sus distintas reacciones a un nene pidiendo un helado. Creo que por muchos años sospeché que nosotros, los pibes, éramos la parte menos importante de su rutina, que sus amigos de afuera, sus juegos de cartas, mujeres, charlas, vicios, eso era su vida importante. Supongo que Pirulo sí tuvo esas cosas. Pero ahora sé que nosotros, los pibes, éramos lo más importante. Era lo que más le hacía pensar en la vida y sus posibilidades.

            Pirulo volvía por calles solitarias, saludando a alguna vecina que barría la vereda por última vez ese día. Me lo imagino teniendo miedo de sentirse cansado. Como si su vida fuera un don, algo precioso, que él no tenía derecho a cambiar o a arruinar. Una profunda religiosidad sin haber ido nunca a una iglesia. Lo veo como hijo ilegítimo, aprendiendo a vivir viviendo.

            En verano Pirulo vendía helados. Laponia, por supuesto. El palito era lo más barato. Pero si me contenía por tres días, o si le pedía un poco más a mamá, o si Carla y yo juntábamos nuestras monedas, podíamos darnos el gran lujo de tomarnos una tacita de crema americana, con frutillas “de veras” en el fondo, un manjar.

            Pirulo iba a la puerta de Hebraica en verano. Y en horas de calor aplastante, se quedaba en la entrada, tratando de encontrar un poquito de sombra. Hacíamos gimnasia, íbamos a la pileta, de ahí a Marcial a merendar y de ahí sí, volver a Hebraica y comprarle un helado a Pirulo que el portero nos obligaba a terminar antes de entrar.

            En invierno Pirulo vendía pirulines. Seguía pedaleando su triciclo, dándonos frío con su inscripción de Laponia. Los fines de semana iba a Palermo, a la Boca, a la Costanera, a donde palpitaba que iba a vender algo. Claro, el nombre Pirulo viene de los pirulines, y no conozco a nadie que sepa su nombre verdadero.

            Todo esto pasó hace mucho. Más de veinte años. Nunca me olvidé de Pirulo aunque, a decir verdad, casi nunca lo recordé.

            Hace tres años, de paso por Buenos Aires, ya a punto de irme, en esos últimos días emotivos, donde el tiempo pasa de una manera subjetiva (como siempre claro, pero entonces un poco más), con despedidas de amigos y familiares, cuando trato y en general no puedo sacar cuentas de otro viaje, donde miro al pasado, al futuro, vivo el presente, en ese hermoso remolino, lo vi a Pirulo en la puerta del Zoológico. Era él. Debería tener entre setenta y cinco y ochenta años. Todavía vendiendo. Hacía frío, no había mucha gente. Me alegré y entristecí al mismo tiempo. Me acerqué, le empecé a hablar. Casi no podía oír nada. Le grité, dos o tres veces “Cangallo Schule” y su sonrisa, su postura me hicieron saber que sí, que me había entendido. Hablaba de su salud, tosía mucho, tenía muchas capas de ropa, todas prestadas, o sacadas del Ejército de Salvación.

            Le tomé dos fotos, lo abracé, hablé un poco con él, le compré muchos caramelos, que le llevé a Carla, a diez mil kilómetros de distancia. Me tenía que ir. Y quería irme. Tuve una sensación triste. Yo no pensaba en él. Si lo hubiera hecho en los últimos diez años lo habría imaginado muerto. Pero no, ahí estaba, a duras penas, pero vivo. Él se las rebuscaba para comer, tener un lugar para dormir, conseguir a alguien que lo llevara al hospital cuando lo necesitaba.

            Me fui sin mirar para atrás, con sensaciones dentro de mí que hasta el día de hoy me cuesta describir. Una, sin embargo, sí. Un miedo, una premonición de que Pirulo se estaba muriendo, de que la muerte estaba cerca y el invierno sería su excusa para entrar una noche en su sueño.

            Al invierno siguiente, inesperadamente, tuve que ir a Buenos Aires. Caminando por el Zoológico con Analía lo vi a Pirulo, un poquito más viejo, tosiendo sin parar, un poco más sordo que el año anterior. Pero ahí estaba, vivo, vendiendo como siempre. Era también un día frío, destemplado, gris.

            Analía nos tomó una foto. Me despedí de Pirulo y me fui a tomar un café con ella, contento, con aprensión, con algo adentro mío que me daba confianza en la vida y en el futuro.

            Solo meses más tarde pude vislumbrar el sentido de estos encuentros. Yo lo veía a Pirulo como un buen tipo, un pobre tipo, que dependía de milagros cotidianos para subsistir.

            De una manera muy sencilla, su continuada existencia, me mostró que no es ningún pobre, tiene una riqueza infinita, que yo todavía no alcanzo a comprender.

            Yo pensé que preveía su muerte, y no sólo yo ya nunca sabría cuando Pirulo moriría, él me mostraba que sabía más que sobre la muerte. Sabía sobre la vida. Y tal vez no sólo la de él.

Este cuento aparece en Still…life, Mosaic Press, Canadá. Copyright David Mibashan.

4 thoughts on “Pirulo

  1. Yo hice de 1ro a 4to grado en el San José y después fui al Cangallo… Y lo conocia a Pirulo. Y en el Sanjo le deciamos Emilio… Está siempre en el recuerdo de esos años.

  2. Yo hice de 1ro a 4to grado en el San José y después fui al Cangallo… Y lo conocia a Pirulo. Y en el Sanjo le deciamos Emilio… Está siempre en el recuerdo de esos años.

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