La cinemateca del sur
Poca gente en la sala. Algunos se conocían, pero no eran relaciones muy profundas. Una pequeña inclinación de cabeza, un gesto con la mano, eso era todo. Veinte, veinticinco personas. La película empezó diez minutos tarde. Tal vez se esperaba que llegara más gente.
La cinemateca de la Biblioteca de Ottawa proyectaba películas una vez por semana. Estaba ubicada en un barrio oscuro al sur de la ciudad, no muy concurrido. En general las películas eran diferentes, desconocidas. Esta vez era un ciclo de películas argentinas. Se podía escuchar gente hablando castellano en la sala.
Las luces empezaron a disminuir. Aparecieron una o dos manchas en la pantalla, señal de que el proyector había empezado a funcionar.
Héctor Alterio estaba tirado en una cama, despertándose. Roberto pensó ‘otra película más con él’. En voz baja le dijo a Analía “espero que no actúe de malo de nuevo”.
Jorge estaba alegre de ver tantos nombres de actores conocidos, Ana María Picchio, Marilina Ross, Antonio Gasalla.
La revelación les fue entrando de a poco. No era Boquitas pintadas como estaba anunciado. Era La tregua. Analía pensó que tal vez era la cola. Pero le costaba creerlo, como propaganda era demasiado larga. Roberto trataba de recordar cuándo la había visto antes.
El muchacho de la bufanda gris tosió y miró alrededor suyo para ver si había molestado a alguien.
Mariana estaba ansiosa, nunca había visto La tregua, y sí había visto Boquitas pintadas. En realidad había venido para ver gente, para no perderse una película argentina, para.
Sebastien y Claudette no entendían muy bien qué pasaba. Tampoco les molestaba.
Jorge estaba contento. Había visto la película diez años antes y tenía buenos recuerdos de ella. Él había leído Boquitas pintadas y no se acordaba del libro, lo que le daba a suponer que no le había gustado demasiado.
El resto del público tuvo sentimientos similares. Algunos se movieron en los asientos. Tal vez un poco más que al principio de una película común. El muchacho de la bufanda gris tosió una vez más. Esta vez sí, algunos lo miraron con mala cara.
A la salida la gente caminó dejando cierto espacio entre ellos, como para no tener que hablar. Sebastien y Claudette salieron de la mano, callados, y tentados de risa. Roberto comentándole a Analía que era en Hungría que la había visto. Jorge mirándola a Mariana. Mariana a Sebastien. El muchacho de la bufanda tosiendo. El que vendía las entradas estaba ahí, afuera, en su lugar de siempre, con su cara de nada de siempre.
La película del martes siguiente era Tiempo de revancha. Treinta personas en la sala. Algunas caras de la vez pasada, otras nuevas. La gente ya hablaba un poco más. Tal vez el venir por segunda vez, el conocer el terreno, sus costumbres, dónde estaba el baño, poder discernir las áreas buenas de las malas, saber que la película probablemente empezaría tarde, les daba un poco de seguridad, suficiente como para hablar. Sin embargo nadie mencionó el cambio de la semana anterior.
Se apagaron las luces y concentraron sus miradas en la pantalla todavía oscura. El proyector comenzó a andar, la luz vino de a poco.
Héctor Alterio estaba en la cama, despertándose. Roberto miró a Analía. Ella le puso la mano en el muslo como pidiéndole que se callara, que no quebrara el momento. Alguna gente se movió en sus butacas, decididamente más que en otras ocasiones. Se oyeron algunas risas sofocadas. Un silbido vino desde atrás. Lo silenciaron varios “shh” desde distintos ángulos. Carmen se levantó y se fue.
Jorge estaba incrédulo. Y contento. Otra vez La tregua. Otra vez la declaración de amor de Martín a Laura, su escena preferida. Mariana estaba enojada, ¿para qué había pagado, y encima sin descuento por no haber querido comprar el abono? Claudette y Sebastien parecían ajenos a todo.
La película fue proyectada de nuevo. A Roberto le pareció tremendamente larga. Se acordaba de cuál escena venía después de cuál otra y la expectativa del futuro no le dejaba gozar el presente. Analía tenía tiempo, por fin, para mirar los detalles, la decoración, el vestuario, los gestos.
Mariana no podía mantener sus ojos en la película. Miraba a Claudette constantemente, envidiándola. Claudette se daba cuenta, y se sentía mal por ella.
Los que habían venido a la Biblioteca por primera vez tenían reacciones similares a las de los veteranos, nada más que con una semana de atraso. Era su pago de derecho de piso.
Salieron en silencio sepulcral. Ni la casi esperada tos apareció. Un temor de romper un hechizo, una sensación de que nada, absolutamente nada que pudiera ser dicho tendría algún valor.
El martes siguiente había solamente veintitrés personas, de las cuales tres o cuatro eran nuevos. La película anunciada era Malayunta. Mariana compró un abono, el más caro, el de la categoría de socio benefactor.
Un suspiro de alivio se pudo oír desde algunas butacas cuando después de un silencio y una tensión amenazantes, el color verde se podía intuir primero y luego ver en la pantalla. Era el momento previo a la aparición de Héctor Alterio. Roberto dormitaba sobre el hombro de Analía. Sin embargo, aunque ella le había propuesto que se quedara en casa, él se había negado.
Mariana se sentó una fila más atrás de Claudette. Le miraba la espalda como intentando mover el destino. Claudette le apretó la mano a Sebastien y sin ni siquiera haber mirado hacia atrás se paró. Sin salir de la sala, un hecho que habría sido considerado sacrílego, Claudette entró en la fila en donde estaba sentada Mariana, se acercó a su butaca, se acuclilló y sin decir o escuchar nada le puso su mano izquierda detrás de la nuca, acercó su cara a la de ella y la besó en los labios. Claudette se sentó a su lado. Mariana le tomó la mano y apoyó la cabeza en su hombro.
Carlos y Ana por fin se habían acercado, y aunque sus pudores no los dejaban intimar, ella sintió a través de su pulóver la manga del saco de él. Ana estaba en las nubes. Carlos turbado, excitado, contento. El muchacho de la bufanda tosió débilmente.
Roberto creyó discernir un guiño que Jorge le hizo a la salida. Sin embargo no podría jurarlo. También le pareció, pero no estaba seguro, de que él mismo, Roberto, le había guiñado un ojo a Carlos.
Veintidós personas. Alguien había desertado. No sería readmitido. El boletero tenía su sonrisa formal de siempre.
En un tácito acuerdo Roberto y Analía y Claudette y Sebastien intercambiaron sus asientos.
Jorge se atrevió, aún después de haber entrado a la sala, a salir para ir al baño. Por las dudas se apuró en volver, como si la presencia de más gente al comenzar la proyección pudiera influir el resultado.
Esta vez ni fue un alivio, era esperado. El exilio de Gardel había cedido su lugar, otra vez más, a La tregua. El público miraba muy atentamente. Ya la mayoría de las escenas eran familiares. Sin embargo había todavía tantas cosas nuevas para aprender.
A la salida se escuchó una voz preguntándole a la muchedumbre, al vacío “¿y si vamos a comer algo?” El silencio le dio a entender su gaffe. La voz supo que no debía, ni podría, volver a la semana siguiente.
La última película era Hombre mirando al sudeste. Estaban todos, los veintiuno. Ansiosos. Incluso casi no había diferencia entre los veteranos y los pseudoveteranos.
Jorge, Claudio, Sebastien, Claudette, Carlos y Ana se sentaron juntos, teniéndose las manos, como para crear algo misterioso. O para espantarlo. Mariana se sentó detrás de Claudette, adelante del muchacho de la bufanda gris, rememorando, esperando.
Roberto y Analía se sentaron separados.
La película empezó diecisiete minutos tarde. La tregua. Una copia más nueva que la de costumbre. La sensación de pérdida era la más difundida entre el público. La película se iba, desaparecía irremediablemente.
Cuando prendieron las luces, que les parecieron más blancas y más fúnebres que de costumbre, se levantaron, y sin decir una palabra, caminaron cabizbajos a buscar sus abrigos. El boletero no estaba. Al salir de la sala se apagaron las luces. El lugar quedó horriblemente vacío. De personas y de la película.
A los dos años mucha gente, pero entre ellos veintiún elegidos, recibieron el programa de la Biblioteca. Daban cinco películas argentinas.
Este cuento aparece en Still…life, Mosaic Press, Canadá. Copyright David Mibashan.
2 thoughts on “La cinemateca del sur”
He caminado con los personajes de la Cinemateca del Sur, he seguido de cerca la continuidad de Mariela, me he ido a lo loco después de leer eso de ¡Vamos loco! y me he dado cuenta de que no estoy tan loco como pensaba. Por último, me he paseado por Halifax recordando alguna que otra conferencia a las que he asistido y las peripecias que las acompañan. Y todo ello gracias a la maravillosa pluma de nuestro David, que ha sabido muy bien penetrar en los escondrijos psicológicos de estos personajes y mostrarnos hasta dónde todos nos parecemos un poco. ¡Gracias David, sigue con tus cuentos!
I like this story — it is rich in metaphors for life. Events in our lives are often repeated, sometimes these events are boring and sometimes they are opportunities for learning. Life itself can be vacant and tedious, like the work of a ticket vendor. There is Jorge who, “did not remember what it was about, which led him to suppose that he didn’t like it very much”. Roberto who, “knowing what was coming disturbed his enjoyment of the present”, whereas Analia, “finally had time to study the details, settings, the way people dressed, their gestures”. These are individual differences in responding to events in life — some walk away, some stay for the experience, some learn and move on. Good story, well done.