Halifax
El aeropuerto era lindo y la valija llegó rápido. Sin embargo Claudio tenía una sensación de estar en un lugar un poco forzado, un poco irreal. Había venido a Halifax para presentar su tesis de doctorado en un congreso de arqueólogos. Aunque no era el primer congreso al que asistía, siempre se sorprendía de las sonrisas un poco plásticas, de los lugares comunes (en un lugar que no era común para la mayoría de los participantes), de reencontrarse con colegas a los que en realidad sólo era agradable ver en esos congresos.
Las conferencias empezaban al día siguiente, el ocho de junio. Y el nueve Claudio presentaba su tesis, esa que lo llevó a Egipto y que lo hizo ver más murciélagos que los que Drácula podría haber imaginado en toda su vida. Brr, un escozor lo recorrió por adentro, la tesis ya estaba escrita, la presentación ya estaba preparada y ensayada, pero nunca había dado antes una charla en un congreso de tanta categoría. Tenía miedo de trabarse, de equivocarse, de no comunicar efectivamente como se decía en el lenguaje profesional.
Claudio llegó al albergue de la universidad, en donde se iba a alojar. Lugar lúgubre en verano, vacío, no muy bien cuidado, manijas rotas, ceniceros cachados, mesas inestables. Lo toleraba para ahorrar unos pesos.
Luego de registrarse, dejó sus cosas en el cuarto y salió a caminar por la ciudad. Se dirigió hacia la costanera. Hermoso océano atlántico, de un azul profundo y frío.
Era difícil gozar del lugar cuando la garganta estaba asustada por la presentación del nueve. Veinte minutos nada más. Pero Claudio casi no podía pensar en otra cosa.
Fue a anotarse en el congreso, a recibir la tarjetita con su nombre (la que en general nunca se ponía en la solapa como debía), un portafolios con el programa, un mapa e información sobre la ciudad, blocks de papel, propagandas de libros profesionales y algunas otras cosas intrascendentes. Ahí se encontró con algunos conocidos. Sin embargo no había mucha gente joven como él. Claudio fue solo a un restaurant porque los profesores iban a lugares caros.
Se distrajo caminando, pensativo, hasta que el anochecer tardío le recordó su hambre. Entró en una taberna que por lo poco ostentosa y por la cantidad de gente adentro le pareció buena.
Pidió un bife de costilla, papas fritas, arvejas, y un porroncito. La comida era sabrosa. El restaurant era ruidoso y aún más después de tomar la cerveza, pero eso no lo ayudó a distraerse.
La noche pasó lenta, se despertó con frío, cerró la ventana, se tapó mejor. Pensando en su presentación, por supuesto.
A las nueve en punto Claudio estaba en el congreso. Tenía muchas ganas de escuchar algunas charlas. Era una satisfacción oír a los autores a los que leía todo el tiempo. Por fin poder ponerles una cara, una voz, descubrir si eran simpáticos, si eran tímidos o compulsivos. En fin, ver su lado humano.
El programa era bastante denso y debido a que había varias presentaciones simultáneas, Claudio tuvo que elegir cuidadosamente donde invertir su tiempo y su atención.
La primera miniconferencia que eligió era sobre Nuevos Descubrimientos en la Isla de Pascua. Buenos conferencistas y teorías bien elaboradas. Las dos primeras charlas fueron muy interesantes. La del tercer conferencista, en cambio, resultó bastante aburrida, a pesar de que el material que presentaba habría dado para mucho más. Claudio se dedicó a mirar alrededor a ver si conocía a alguien, aunque fuera no más que para cruzarse con alguna mirada cómplice que le diera fuerzas para aguantar hasta el final sin insultar al conferencista levantándose en el medio de la presentación. Ni un alma conocida. Dos o tres caras, de colegas tan aburridos o distraídos como él, le cayeron lindas, y cómplices.
A las diez y media Claudio entró al salón donde estaban discutiendo las últimas teorías sobre la Caída del Imperio Romano en Constantinopla. Hacía ya quince minutos que la reunión había empezado; se quedó parado contra la pared del fondo, a la derecha de la puerta.
Nada remarcable en esa conferencia. O casi. Ningún conocido alrededor. O casi. Una mujer joven, de unos treinta años, también entró tarde y se apoyó en la pared de la izquierda. Claudio la reconoció enseguida. Era una de las caras interesantes que había visto esa mañana en la otra charla.
Cuando la conferencia estaba terminando, la muchacha salió antes de que Claudio alcanzara a elaborar una frase mental. Mejor así, algo lo repelía, lo obligaba a alejarse de ella. Sin embargo.
Durante el almuerzo la buscó con la mirada. No tuvo suerte, no pudo encontrarla.
A la tarde asistió a dos conferencias. Las dos sobre temas totalmente distintos. A una llegó retrasado. La otra era en el hotel de enfrente. La mujer estaba ahí, también había entrado tarde a la primera, y había llegado antes que él a la segunda. Durante la última presentación del día Claudio decidió acercarse a ella para leer su nombre en la tarjeta de la solapa. Clarissa Fromkin, University of British Columbia. Sin embargo, aunque hubiera querido decirle algo no habría podido porque ella ya se había dado vuelta.
Claudio volvió al albergue y mientras se bañaba pensaba en la probabilidad de encontrar a la misma persona cuatro veces en un día, en charlas sobre cuatro temas tan distintos, y que incluso los dos hubieran llegado tarde a las mismas salas.
La tensión por su presentación no le dio mucho tiempo para preocuparse por las casualidades del día. Al fin y al cabo estas cosas pasan cuando uno viaja y si no ¿para qué viaja uno?
La cena ya estaba planeada, iría a la misma taberna de la noche anterior. El mozo hasta lo reconoció, le trajo un porroncito ni bien lo vio, antes de que Claudio se lo pidiera. El menú especial del día era sopa de verduras y guiso casero. Duraznos en almíbar de postre. Muy rico, y solamente la presentación, la omnipresente presentación, no le permitió pedirse otra cerveza.
El mar estaba quieto, como para quedarse mirándolo por un rato largo. La noche pasó tranquila. Claudio casi siempre estaba más nervioso dos noches antes de algún suceso importante. En la víspera, por lo general, dormía bien.
Por la mañana temprano ya estaba en el centro de conferencias, con el estómago medio cerrado, y medio vacío. Como su presentación comenzaría en algún momento entre las diez y media y las doce, decidió ir a escuchar alguna charla de nueve a diez, para no pensar tanto. Elegiría un tema tremendamente aburrido, y se obligaría a prestar atención, para distraerse de sus preocupaciones.
El Informe Anual del Director del Centro de Arqueólogos del Yukón, en cuya agenda figuraban temas tales como la aprobación de la compra de una computadora para la oficina central y decisiones sobre el refinanciamiento de la deuda de la institución, le pareció adecuadamente horrible.
La sala estaba casi vacía. Asistían once de los doce miembros del Centro, y tres o cuatro espectadores. Un escalofrío lo recorrió cuando supo con quién se iba a encontrar al mirar hacia el fondo del salón. Clarissa Fromkin estaba ahí. Ella ni lo miró, aunque él sabía que ella lo había visto. O previsto.
A las diez Claudio fue al café de enfrente a relajarse un poco. Se pidió una Seven Up para no tomar cafeína, no la necesitaba. Sí, la hora había llegado.
Los otros tres conferencistas estaban en el frente del cuarto, charlando informalmente. Claudio se les acercó, y ya sus nervios eran tales que actuaba casi automáticamente. Las manos le sudaban, el corazón le palpitaba demasiado, el cuello de la camisa le ajustaba un poco. La moderadora, la Dra. Janice Kirkwood, era una mujer simpática que en dos o tres minutos arregló los detalles de la conferencia. Los cinco (ella incluida) iban a estar de frente al público, sentados detrás de una mesa, y ella los iba a presentar de a uno cuando les llegara el turno. De acuerdo a como estaba establecido en el programa impreso, Claudio era el tercero.
De una cosa sí estaba seguro. Clarissa iba a aparecer. Esa rara coincidencia de encontrarla tantas veces se iba a repetir. Por suerte. Eso lo tranquilizaba, las cosas seguían su normal curso anormal. Y esta vez también sería una coincidencia porque hasta ese momento Claudio no había usado la tarjetita con su nombre, así que Clarissa no podría saber que era él el que daba la conferencia. Sin embargo no tenía dudas de que iba a aparecer.
El primer conferencista fue probablemente bastante interesante, a juzgar por el inusitado aplauso, porque Claudio no pudo filtrar mucho de lo que había escuchado.
Hubo unos segundos de distensión, movimiento, gente que entraba y que salía, mientras la Dra. Kirkwood empezaba a anunciar al segundo conferencista.
Clarissa no estaba. ¿Qué pasaba? Claudio había evitado todas sus tensiones, sus miedos, sus temores, con la espera de su aparición. Pero que ella no apareciera le dejaba sus miedos al descubierto; sentía que el destino podía cambiar y la voz le temblaría o no tendría la habitual soltura que solía conseguir cuando hablaba frente al público.
Claudio miraba la hora muy seguido. En los intervalos entre mirada y mirada escrutaba la platea en busca de Clarissa. No, no estaba. Pero, tal vez, sí, quedaba una breve interrupción entre esta charla y la suya. La suya. Su charla, mejor que releyera sus notas, que se preparara, que carraspeara mentalmente.
El aplauso al final de la segunda presentación lo sacó de su ensimismamiento. Claudio estaba atento a los movimientos de gente, y a preparar su presentación, poner las diapositivas en la mano izquierda y empezar a usar la adrenalina que su cuerpo le estaba dando.
Sí, no había dudas. Algo había fallado. Clarissa no estaba en la audiencia. Claudio tendría que enfrentar la presentación solo, sin su tácito pacto con ella.
La Dra. Kirkwood se acercó al podio para presentarlo.
-Y aquí, a la derecha, mi colega que ha escrito un trabajo muy interesante sobre Ramsés II, el más famoso de los diez reyes de Egipto que llevaron el mismo nombre -hizo una pausa para aclararse la garganta, y sonriendo, agregó suavemente-, la Dra. Clarissa Fromkin.
Este cuento aparece en Still…life, Mosaic Press, Canadá. Copyright David Mibashan.
3 thoughts on “Halifax”
“Halifax” es un gran cuento fantástico, está entre mis favoritos. Felicitaciones por el blog, David, está muy bueno.
I very much appreciate David’s work. He has a deep understanding of human nature, which is beautifully expressed in his story Halifax. Having delivered many conference presentations, I empathize with Claudio’s feelings, worries, and gut-wrenching nervousness. This is a fantastic story with an interesting twist at the end.
Hermoso cuento. Hasta sentí que me ponía nerviosa ante la presentación de Claudio. Buen relato, buena descripción. Felicitaciones! Gracias 🙂