Plagio

Plagio

A todos los seres que vivieron, viven, o vivirán en el universo. Salvo uno.

            ¿Por dónde empezar? Esta es la historia de un plagio. Tal vez sea mejor narrarla en orden cronológico. Pero no según la cronología del tiempo, sino según la de la vida, que puede ser distinta.

            Hacía meses que Kundera me gustaba y finalmente había encontrado La insoportable levedad del ser en inglés.

-¿Qué leés? -me preguntó Lise.

-Kundera -le dije, levantándome de la cama y yendo hacia el baño que ella acababa de desocupar.

            Al salir de la ducha Lise estaba tirada en el sofá con mi pijama puesto, hojeando el libro.

-¿Es bueno?

-Sí, creo que sí, acabo de empezarlo -le contesté.

            Esta composición simétrica, en la que aparece el mismo motivo al comienzo y al final, puede parecer muy “novelada”. De acuerdo, pero con la condición de que la palabra “novelado” no se entienda en el sentido de “inventado”, “artificial”, “que no se parece a la vida”. Porque es precisamente así como se componen las vidas humanas.

            Era un domingo de octubre, salimos a caminar. Tratando de vivir el momento, no de revivirlo porque nunca había sucedido como debía. Lise y yo salíamos desde hacía más de un año, pero de una u otra manera los dos habíamos evitado comprometernos en la relación. Tal vez era un miedo a vivir, a sentir, a decidir. Con excusas muy flaquitas y a veces sin ellas, los dos fuimos fieles a la pareja, una manera paradójica de ser infieles a nosotros mismos, y al otro.

            Cada uno de ellos había creado un infierno para el otro, pese a que se querían. El hecho de que se quisieran demostraba que el error no residía en ellos, en su comportamiento o en la inestabilidad de sus sentimientos, sino en que no congeniaban porque él era fuerte y ella débil.

            En el verano, la situación se volvió casi insostenible. Nos separamos. Lise salió con otro hombre. Yo me di cuenta de mi soledad. Ella, de que nadie es perfecto.

            ¿Qué es el amor? ¿Una decisión? ¿Aceptar al otro para siempre, sin importar lo que haga? ¿Un sentimiento, una emoción? ¿Las dos vertientes? Lise es dulce, inteligente, linda. Sin embargo, algo en ella me ponía a la defensiva. Incluso hablar de eso, tratar de entender durante nuestra segunda etapa -porque nos volvimos a juntar-, resultó en vano. Yo había descubierto que hablar, abrirme, volverme vulnerable era la única manera de acercarme a ella, y más aún, de acercarme a mí mismo; pero incluso hablar y sentir no parecían mejorar la situación.

            Creo que los resentimientos de haber jugado antes el uno con el otro no nos dejaron acercarnos del todo. O tal vez sí, pero con esa tremenda venganza que tiene el amor postergado que es hacer que solo uno quiera al otro, desde adentro, profundamente. El otro duda. Y los roles se cambian constantemente, implacablemente.

            Hacia el final del verano Lise consiguió un trabajo en L’Annonciation, a dos horas de Montreal. Tengo que admitir que no me disgustó la idea. Tener la semana para mí, para mi trabajo. Y los fines de semana para ella.

            Lise Lecuyer. Veinticuatro años. Trabajadora social. Prefería encadenar su bicicleta a un árbol y no a un poste metálico porque suponía que la bicicleta estaría más contenta. Alta, ojos y pelo marrón. Tenía una característica particular, tardaba mucho en contestar, a veces minutos enteros. Incluso a preguntas que me parecían triviales. La dulzura era, tal vez, su mayor encanto. Un poco, un poco mucho granola, palabra francesa para denominar a la gente que retorna a las raíces. Todavía no era vegetariana, pero estaba en camino.

            Yo, Daniel Braunstein. Veintiocho años, estudiante de Master en psicología. Alegre, inmigrante, curioso, paciente. Me tardó muchos años darme cuenta de que me tomo la vida despacio, como viene. Me gusta la naturaleza. Leo mucho; a veces me cuesta empezar con autores desconocidos. Pero cuando lo hago descubro nuevos mundos, Kundera era uno de ellos.

            Ese fin de semana me tocaba a mí ir a L’Annonciation. Ni bien salí de Montreal empezó a anochecer. Eran apenas las cinco de la tarde al comenzar los doscientos kilómetros por carreteras de montaña, que atraviesan pueblitos similares, lindos. Me costaba concentrarme, la temperatura bajaba rápido. Y aunque iba a verla a Lise pronto todavía me parecía lejos. La radio ya no captaba ninguna estación de Montreal. La calefacción del coche me adormecía. Pero en una hora, a lo sumo dos, estaría con la calidez de ella. A sesenta kilómetros de L’Annonciation me costaba mantenerme despierto. Paré en el único restaurant de un pueblo y sentado en la barra tomé un café. La última parte del viaje fue más fácil. Ya podía sentir la cercanía del pueblo, de la casa de Lise, Oedipuss rozando su cuerpo negro en mis pantalones, la sopa caliente. Incluso ya la radio captaba una estación casi claramente. Eran noticias en francés, pero a pesar de ser noticias la voz que las transmitía era dulce. Una cerveza me esperaría con la comida. Según la tradición.

            Llegué cerca de las nueve de la noche luego de un día de trabajo y universidad. La sopa estaba preparada, manteniéndose caliente a fuego lento. Me sentí seguro. El coche viejo no me había dejado parado en el medio del camino. La casa de Lise estaba iluminada con luces suaves y velas. Una linda sensación me recorrió por adentro. El frío, que a esa hora era de diez grados bajo cero, se iba quedando afuera. No vi la cerveza en la mesa.

-¿Y la cerveza? -le pregunté.

-No tuve tiempo -me contestó-. ¿Querés ir ahora?

-Sí, vayamos.

-¿Tengo que ir con vos?

-No, si no querés puedo ir solo.

-No, está bien, te acompaño -me dijo, tal vez no muy convencida.

            Tomás y Teresa estaban ahí. Mejor dicho L’insoutenable légèreté de l’être. Lise lo había encontrado por casualidad (palabra, o hecho, o coincidencia que jugó un papel muy importante en nuestras vidas) en la pequeña biblioteca municipal del pueblo.

-¿Sabés qué? -me preguntó mientras fumaba un cigarrillo después de comer.

-No.

-Me gusta el libro de Kundera. Pero me suena muy conocido.

-Sí, Kundera es muy conocido.

-No, no Kundera, sino el libro. No sé, como si ya lo hubiera leído. Hace un tiempo leí una obra de una escritora de Quebec, en francés, la historia era muy similar.

-¿Qué libro?

-No puedo acordarme, no sé, tal vez me acuerde, o lo pueda encontrar.

            (Intenté releer el libro de Kundera para compararlo con este plagio. No pude. Solamente tenía las citas que había anotado entonces, antes de que todo esto pasara. Que las citas de entonces, de antes, se adaptaran tan bien a lo que pasó después es otra coincidencia. Los géneros de los personajes de las citas son intercambiables, por supuesto.

            Por eso no es posible echarle en cara a la novela que esté fascinada por los secretos encuentros de las casualidades…, pero es posible echarle en cara al hombre el estar ciego en su vida cotidiana con respecto a tales casualidades y dejar así que su vida pierda la dimensión de la belleza.)

            Lise había terminado su carrera hacía tres meses. Los cambios no tardaron en aparecer. Empezó a fumar nuevamente. La ropa empezó a interesarle, después de haber estado vistiéndose muy simplemente durante unos años. Comenzó a quererse. El maquillaje, inusual en ella, se volvió indispensable. Un coche nuevo, lindo, caro. Terminar terapia. Cambios, muchos cambios. Consiguió un trabajo en un pueblo chiquito.

            ¿Qué es la coquetería? Podría decirse que es un comportamiento que pretende poner en conocimiento de otra persona que un acercamiento sexual es posible, de tal modo que esta posibilidad no aparezca nunca como seguridad. Dicho de otro modo: la coquetería es una promesa de coito sin garantía.

            Hay gente, tanto hombres como mujeres, que piensan en sexo cada vez que ven a un posible partenaire. Evalúan, suponen, sopesan, descartan, intentan. Si se sale con una persona así, uno sabe que no espera su fidelidad, que pueden tener un affaire en cualquier momento. Claro que uno también conserva su libertad. En cambio, si la persona con la que uno sale cambia de inocente a persona sexual, y más aún, por la influencia de uno, el cambio es difícil de aceptar.

            No sólo Lise había cambiado. Yo había decidido vivir la vida. Dedicarme a ver qué era lo que yo estaba necesitando. Todo era confuso. Me sentía bien con ella. Pero algo me daba mala espina. A veces creía que el sentimiento no era recíproco. Sin embargo Lise era muy dulce conmigo. Amor, amor, ¿perdonarás alguna vez las cobardías del pasado? ¿Será, como dice Kundera, que las primeras interacciones de una pareja se vuelven como hierro forjado y forman carriles permanentes? Cuando Lise se fue aquella primera vez yo creí que era por no haberme jugado yo a fondo. También supe por su ausencia cuánto valía ella. Y todavía más, cuánto la necesitaba.

-Sí, no tengo dudas, yo leí un libro muy similar. Tantos detalles son tan parecidos que no puede ser una coincidencia -me dijo Lise tirada en diagonal en la cama, con Oedipuss apoyado en su panza mientras yo venía a acostarme al lado de ella y a estudiar.

-Ojalá lo encuentres.

-Espero que sí.

            Cuando estuvimos separados no hubo mucho que yo pudiera hacer. Excepto ser sincero. Sincero fui. Y ayudó. Es doloroso hablar con tu pareja, tu ex-pareja, cuando ella está tratando de salir con otro. Yo la quería, y quería que fuera feliz. Y quería que volviera conmigo. Un día me llamó. Yo ya casi había perdido las esperanzas. Un hermoso día de otoño, con hojas amarillas, anaranjadas y rojas cubriendo las veredas. Fuimos a cenar a un restaurant francés, minúsculo. Su relación con Alain había terminado. Yo lo sabía, lo intuía.

            Caminamos después por el parque, junto al río. Tuve una sensación muy fuerte, definida. Quería que Lise me abrazara. No abrazarla yo. No pedirle que me abrazara. Sino que quisiera abrazarme; y que lo hiciera. Caminamos un rato, sobre las hojas tiradas, y de repente me abrazó. Contuve las lágrimas. Nos sentamos frente al río. Lise se sentó en mis rodillas.

-¿Lise?

-¿Sí?

-¿Querés pasar la noche conmigo? -hice una pausa-. Antes de que me contestes quiero explicarte lo que siento.

            Lise se quedó quieta, atenta. Yo tenía miedo. Dos semanas antes, por teléfono, la había invitado, después de una noche en que mi cuerpo la había extrañado casi con desesperación. Luego de negarse un poco, y de pensarlo otro poco, había aceptado. Quedamos en encontrarnos en el parque, para reunirnos en un lugar neutral. A los pocos minutos me llamó para decirme que se había arrepentido.

-Quiero estar con vos. Tenerte. Abrazarte. Sí, por supuesto que hacer el amor se cruzó por mi mente. Pero lo que quiero, lo que más quiero, es tenerte por una eternidad, una noche. Irme a dormir abrazándote. Perderme. Y cuando me despierte en el medio de la noche darme cuenta de que no es un sueño. Quiero estar cerca de vos, tocarte, hablarte. Estar con vos.

            Tomás se decía: hacer el amor con una mujer y dormir con una mujer son dos pasiones no sólo distintas sino casi contradictorias. El amor no se manifiesta en el deseo de acostarse con alguien (este deseo se produce en relación con una cantidad innumerable de mujeres), sino en el deseo de dormir junto a alguien (este deseo se produce en relación con una única mujer).

            Lise empezó a decir que sí con la cabeza y a los dos o tres minutos me contestó

-Sí.

-¿Estás segura? -le pregunté, mientras separaba mi cara de la de ella y la miraba a los ojos-. Pensalo cinco minutos y si querés decir que no, hacelo ahora.

-No, yo estoy segura -dijo-, sí, quiero ir.

            ¿Cómo saber cuándo una relación terminó? ¿Cuál es el límite? ¿Se suman pequeños indicios? ¿Se restan algunas esperanzas residuales?

            Creo que a Lise empezó a darle miedo tener que jugarse, tener que tirarse a la pileta. O tal vez bronca de que yo no hubiera estado tan cerca de ella antes.

            El siguiente mes, octubre, fue el mes más profundo de mi vida. Lise se mudó. Nuestros encuentros semanales se volvieron muy emotivos. De todas maneras, algo me molestaba. Como una barrera. Es que, dos personas dulces, que se conocen, que tienen ganas, ¿tienen indefectiblemente que enamorarse uno del otro?

            Pero ¿era amor? ¿No se trataba más bien de la histeria de un hombre que en lo más profundo de su alma ha tomado conciencia de su incapacidad de amar y que por eso mismo empieza a fingir amor ante sí mismo?

            Lise siguió cambiando. Con prisa y sin pausa. Volviéndose, en pocas palabras, mujer. Interesándose en hombres. O mejor dicho, disfrutando con hacerlos interesarse en ella.

            Aquel último fin de semana las coincidencias empezaron a acecharme. El sábado, mientras Lise hablaba por teléfono con su hermana, tomé el libro de Kundera en la edición francesa. Lise había dejado de leer exactamente en la misma página en la que yo lo estaba leyendo en inglés.

            Como si un círculo estuviera cerrándose alrededor de nosotros, Lise y yo caminamos mucho ese fin de semana. Pasamos por la puerta de la discoteca adonde ella había ido a bailar esa semana con gente de su trabajo. Por alguna razón me puso de mal humor. Sabía que ella iba a encontrar una oportunidad de mostrarme el lugar. Creo que gente sensible que se conoce, especialmente parejas, no tienen secretos. Es un alivio poder decirse cosas guardadas por años y años, pecados, broncas, temores, locuras, fantasías. Pero es un alivio aún mayor ver que el otro lo supo todo el tiempo. Y aún más, que nuestras ideas más raras sobre nuestras parejas no son más que un reflejo de lo que ellos realmente ocultaron de nosotros por años.

            No sólo la discoteca me dio mala espina. Pasamos frente al negocio principal del pueblo y Lise me señaló en la vidriera el disfraz que había elegido para la fiesta del jueves siguiente. Era un disfraz de prisionera. ¿De quién?, ¿mía?, ¿de otro?, ¿del destino? Cada vez que ese fin de semana pasé por la puerta del negocio, evitaba mirar hacia la vidriera.

            No sabía que lo que subyugaba a Sabina era la traición y no la fidelidad.

-Sabés, Daniel, estoy casi segura de que el libro que leí es un plagio de éste. No puede ser, pero tantos detalles coinciden. Tal vez lo pueda encontrar, si escribo a la biblioteca de Montreal.

-Valdría la pena, ¿no?

            El domingo de noche salimos a cenar. Un pueblo chico, distinto. Gente que se conoce desde hace muchos años. Nosotros éramos los ‘extranjeros’. Aún más porque hablábamos en inglés. Fuimos a una pizzería chiquita y no muy limpia. Me habría dado una tremenda sensación de congoja y soledad. Pero en el fondo del local había un televisor prendido. Daban, en francés, El mundo de Walt Disney. Miré mi reloj, eran las seis y cuarto. Un calor interior me cubrió todo el pecho. Ése era el programa que yo veía en mi infancia, en la pieza de mis padres. Si era un domingo de invierno o si hacía mucho frío, me metía en la cama de ellos, me cubría hasta arriba y miraba la tele, muy atentamente. Después de comer mientras caminaba con Lise por el pueblo decidí quedarme esa noche ahí, aunque tuviera que levantarme el lunes a las cinco, para llegar a Montreal a las nueve, la hora de mi primera entrevista.

            Dormimos bien, muy bien. Lise no podía sacarse de la cabeza lo del libro. Le ardía. Yo había dejado de leer el sábado, sin saber por qué, y aunque no había traído otros libros, no pude volver a tocarlo.

            La despedida a la mañana fue muy emotiva. Con un poco de resentimiento, fui a ducharme, a las cinco menos diez, cuando sonó el despertador. Resentido porque Lise seguía durmiendo muy tranquila. Pero cuando salí de la ducha las tostadas estaban recién hechas, el chocolate caliente casi listo, y Lise con una hermosa cara de dormida apoyada sobre sus manos, sentada en la mesa de la cocina, esperándome. El coche tardó como quince minutos en calentarse. Hacía frío. Lise y yo nos abrazamos fuerte. Charlamos, reímos, jugamos.

            Tenía unas ganas terribles de decirle, como la más trivial de las mujeres: ¡No me abandones, no dejes que me vaya, dómame, esclavízame, sé fuerte! Pero eran palabras que no podía y no sabía pronunciar.

            Después de abrazarlo lo único que dijo fue: “Estoy tan contenta de estar contigo”. Era lo más que podía decir una persona de un carácter tan reservado como el de ella.

            Es aquí que el remolino, una sucesión imparable de hechos, comenzó.

            El martes, al volver a casa, decidí retomar el libro de Kundera, que por alguna razón me había estado repeliendo. No tardé en comprender por qué.

            Me había detenido antes del affaire de Teresa con el ingeniero. El estómago se me revolvió. Me sentí compelido a llamar a Lise, a comprobar que nada había pasado. Decidí que no, que no me podía dejar llevar por oscuras intuiciones. El llamado de ella para desearme buenas noches me hizo sentir como un celoso estúpido, un celoso de lo que no existe. Tal vez la única clase de celosos que puede haber.

            ¿Va a tener que vivir toda su vida temiendo perderlo?

            El miércoles fui a tomar un café a lo de una pareja amiga. Fue una charla larga, sincera. Ellos me ayudan a poner las cartas sobre la mesa. Había pasado siete años de su vida con Teresa y ahora comprobaba que aquellos años eran más hermosos en el recuerdo que cuando los había vivido. Llegué a la conclusión de que mi relación con Lise no iba. Ya había intentado ser sincero, jugarme, aceptar. Nada había servido. Algo me molestaba de la relación. Algo inefable, pero existente.

            El jueves, en una pausa del trabajo, le escribí una carta. Terminando, con dolor, nuestra relación. Deseando que fuéramos amigos, que ojalá, que tal vez, necesitábamos seis meses o un año, y que quizás volveríamos a estar juntos. Le pedí también que, de ser posible, nos refrenáramos de salir con otros, por un tiempo, para evitar heridas innecesarias.

            Todo ese jueves sentí que nuestra relación había terminado. Raro, porque yo recién iba a darle la carta durante el fin de semana, en mi casa. Mi sensación era abrumadora. La relación no existía. Pero no porque yo hubiera escrito la carta, no. No porque yo lo hubiera decidido. Era imposible saber qué pero algo, definido, me acosaba.

            No era consciente de que precisamente lo que considera irreal (el trabajo en la soledad del gabinete y de las bibliotecas) es su vida real, mientras que las manifestaciones que representaban para él la realidad no son más que teatro, danza, fiesta, dicho de otro modo: sueño.

            Fui a cenar con la gente del trabajo. Una despedida a Louise que se volvía a Francia. Impredeciblemente la cena fue muy animada, muy agradable. Escuché anécdotas interesantes. Escuché chistes buenos, o que dos copas de vino los volvían cómicos.

            Volví a casa a las diez y media. Esa noche era la fiesta de disfraces de Lise. Desde el martes que no hablábamos. Todavía no había confirmado si podía tomarse el viernes franco y venir antes a Montreal. La llamé, sabiendo que era inútil, que no iba a estar. Pero llamé.

            Seguí intentando, cada media hora, hasta que me fui a dormir, poco después de las doce.

            De mañana, cuando salí de la ducha todavía no eran las ocho. Me sentía un poco culpable de llamarla tan temprano. Si había conseguido el día franco querría dormir de mañana, después de haberse acostado tarde.

            Tenía muchas ganas de verla, de abrazarla, de estar con ella. La carta. Sí, no estaba seguro de si se la iba a dar. Sí, tenía que. Pero podíamos hablarlo. Tal vez tenía la secreta esperanza de que el destino me ayudara.

            Llamé.

            No hubo respuesta. Intenté de nuevo. Tampoco. Sí, tal vez está con otro pensé. Pero no creo, no haría eso, lo habíamos hablado una semana antes. Tal vez se había quedado a dormir en lo de una amiga, o en la casa de la fiesta, o había ido a trabajar temprano. O tal vez estaba en camino a Montreal, para sorprenderme, estar conmigo, ir a casa de tarde, compartir una de nuestras extendidas siextas de los viernes…

            Fui caminando al trabajo. Cuando llegué vi que la puerta de vidrio estaba hecha pedazos. Le pregunté a Jeanette qué había pasado

-No sabemos, no robaron nada. Ya llamé a seguridad. No saben lo que fue. Pero si algo pasó fue entre las doce y las ocho.

            No pude seguir escuchando lo que Jeanette y Anne comentaban. Su frase me había atravesado. ‘Si algo pasó fue entre las doce y las ocho’.

            A las nueve la vi a Marianne, una paciente. Estaba confundida. No alcancé a interpretarle todos los tests. De manera no habitual en mí, quedé en verla el lunes a las nueve, además de en nuestro horario de siempre. El lunes. Tanto me separaba de ese día.

            Cuando Marianne se fue recogí el correo de la mañana, fui al baño, decidí no tomar otro café. Se me ocurrió llamarla a Lise al trabajo. Llamé a Informaciones y conseguí su teléfono. Me dieron el número equivocado. Tuve que llamar de nuevo a Informaciones. Conseguí el número. Llamé. Yo estaba un poco nervioso. No creía tener verdaderas razones para temer algo.

            Lo que quiere es encontrar una salida al laberinto. Sabe que se ha convertido en una carga para él: se toma las cosas demasiado en serio, por cualquier cosa hace una tragedia, no es capaz de comprender la levedad y la divertida intrascendencia del amor físico. ¡Quisiera aprender a ser leve! ¡Desea que alguien le enseñe a dejar de ser anacrónica!

            Lise estaba desocupada. Su voz me hizo sospechar. Me pidió que esperara un momento y prendió un cigarrillo. Hablaba casi en voz baja.

-Hola, estaba por llamarte.

-Ah, bueno.

-Pienso ir mañana o el domingo.

-Ajá. ¿Cómo estás?

-Bien, con mucho trabajo. ¿Vos?

-Bien, con ganas de verte.

            Yo ya lo sabía. Intentaba espantar temores que me acosaban por todos los ángulos.

            Delante había una mentira comprensible y detrás una verdad incomprensible.

-Se te oye cansada.

-Sí, lo estoy.

-¿Te acostaste tarde, no?

-Sí, bastante.

-¿Y te levantaste temprano…?

-No -pausa breve-, a las ocho y media.

            Pausa. El mundo se detuvo.

            El deseo de traicionar la invadió de nuevo: de traicionar su propia traición.

-Muy interesante. Te llamé a las ocho -dije, llorando por dentro. Me había engañado. Me había mentido.

-Tal vez estaba en la ducha.

            Me quedé callado. En parte no podía hablar. En parte para qué. Quería ver si por lo menos Lise podía confiarse en mí. Trató de cambiar de tema, dos o tres veces. No enganché. Me dijo que iba a venir el sábado, al mediodía. Tampoco contesté nada trascendente. Empezó a despedirse. Engañar y mentir, cuando era obvio que yo sabía.

-Lise, ¿está pasando algo?

            Y es que las preguntas verdaderamente serias son aquéllas que pueden ser formuladas hasta por un niño. Sólo las preguntas más ingenuas son verdaderamente serias. Son preguntas que no tienen respuesta. Una pregunta que no tiene respuesta es una barrera que no puede atravesarse. Dicho de otro modo: precisamente las preguntas que no tienen respuesta son las que determinan las posibilidades del ser humano, son las que trazan las fronteras de la existencia del hombre.

            Pausa, pitada fuerte al cigarrillo. Una pausa y una pitada que se grabaron indeleblemente en mí.

-Sí.

            Corté. Ni siquiera pude tirar el teléfono. Los músculos no me respondían. Con mucha delicadeza deposité el tubo sobre la horquilla. Empecé a llorar.

            Lise me llamó esa noche. Su gato había muerto, atropellado por un coche.

            Entró, se agachó a recoger la ropa tirada, se vistió rápidamente y se marchó… Tardó un poco en advertir sobre la tierra helada de un surco vacío la cabeza negra de una corneja con su gran pico. La cabeza sin cuerpo apenas se movía y el pico emitía de vez en cuando un sonido triste, ronco… El pájaro agitaba a cada rato el ala herida y su pico apuntaba hacia arriba como un mudo reproche… La corneja ya no movía las alas, sólo a veces le temblaba la patita herida, quebrada. Teresa no quería separarse de ella, como si velase junto al lecho de una hermana suya moribunda. Al fin fue a la cocina a almorzar rápidamente algo. Cuando volvió, la corneja había muerto.

            No pude seguir leyendo a Kundera. Hasta el día de hoy no pude volver a tomarlo. Lo devolví inmediatamente a la biblioteca.

            Esto pasó hace seis meses. No la volví a ver. Nunca la llamé.

            Muchas, muchas coincidencias más se sucedieron. Marianne vino el lunes. Estaba saliendo con otro hombre. Su novio estaba desesperado. Sentí que me describía a mí. Tuve que apoyarla.

            Hasta ahora, los momentos de traición la llenaban de excitación y de alegría, porque ante ella se abría un camino nuevo y, al final de éste, la nueva aventura de una traición. ¿Pero qué sucederá si ese camino se acaba un buen día? Uno puede traicionar a los padres, al marido, al amor, a la patria, pero cuando ya no hay ni padres, ni marido, ni amor, ni patria, ¿qué queda por traicionar?

            Sabina sentía a su alrededor el vacío. Pero ¿qué sucedería si ese vacío fuese precisamente el objetivo de todas sus traiciones?

            Por supuesto, hasta ahora no había sido consciente de ello: el objetivo hacia el cual se precipita el hombre queda siempre velado.

            ¿Pero qué le sucedió a Sabina? Nada. Había abandonado a un hombre porque quería abandonarlo. ¿La persiguió él? ¿Se vengó? No. Su drama no era el drama del peso, sino el de la levedad. Lo que había caído sobre Sabina no era una carga, sino la insoportable levedad del ser.

            Ayer, sí, ayer, recibí un libro por correo. Lise había escrito a la biblioteca de Montreal, para ver si podían determinar a partir de la lista de libros que ella había sacado en los últimos meses cuál era el que se asemejaba a Kundera. Habían prometido enviarlo si lo encontraban. Pero tenía que ser una dirección en Montreal.

            Yo sabía que iba a ser el plagio. Sin embargo no me esperaba esto. Abrí el paquete, casi sin ganas. Pensé en tirarlo, pero me lo cobrarían a mí. Pensé en mandárselo a ella, sin abrir. Pero no se lo merecía.

            Lo abrí. Una última coincidencia. El nombre de la autora me dejó duro, parado, incrédulo. Lo único que pude hacer desde ayer, aparte de tomar café fue escribir este testimonio. La autora era Lise Lecuyer.

Este cuento aparece en Still…life, Mosaic Press, Canadá. Copyright David Mibashan.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *